junio 15, 2007

DOS ABUELOS... QUE LUCHARON POR SUS SUEÑOS



En una anterior entrada titulada “TESTAMENTO”, dirigida a mis hijos y sobrinos (tanto mexicanos como franceses), al no poder heredarles ningún bien material, les hacia parte de mi legado “existencial”…pero hoy quiero decirles que también tienen otro legado muy valioso… que no deben de ignorar… el de haber tenido unos abuelos (hablando de mi padre y del de Marina) que las armas en la mano lucharon por sus ideales (algo hoy no solo pasado de moda sino prácticamente imposible) en la primera y ultima (de hecho única) batalla del siglo XX entre quienes soñaban con un mundo mas libre y justo para la humanidad y quienes querían imponer la barbarie: la guerra civil española.
Abriendo un paréntesis, la segunda guerra mundial no fue una lucha ideológica entre la “democracia” y el “totalitarismo” (como nos lo venden), sino una guerra entre Estados (con diferentes sistemas políticos) por la supremacía de sus intereses…de Estado.

Uno, mi suegro, aragones, de filiación comunista, llego a ser comandante en la 43 División. El otro, mi padre, catalan, de filiación anarquista, se enrolo voluntario en la Columna Durruti (que con el proceso de la militarización de las milicias paso a ser la 120 Brigada Mixta integrada en la 26 División), siendo miliciano durante toda la guerra (que no es para nada lo mismo que ser soldado).

En la guerra civil, como tal, los dos abuelos lucharon contra el mismo enemigo… y sin embargo se enfrentaron también entre si respecto al proceso revolucionario que desencadeno la sublevación de los bárbaros… la lucha entre dos concepciones de la revolución y dos estrategias político militares... la estalinista y la libertaria.

Un paréntesis mas para recordarles que la dicha sublevación se dio precisamente para cortar de tajo con el proceso revolucionario que se venia dando en España (y particularmente en Cataluña) desde muchas décadas atrás.

En esta lucha intestina entre quienes combatían al mismo enemigo al tiempo que luchaban entre si, tanto mi filiación biológica como la ideológica me llevan naturalmente a situarme del lado de mi padre y de la concepción libertaria… sin embargo no puedo, frente a ustedes, hijos y sobrinos, tomar partido por uno u otro… recordándolos… con distinto cariño, como es natural… pero con el mismo respeto… hacia quienes hermanados en su lucha contra la barbarie… y vencidos por esta… tuvieron que emprender el siempre doloroso camino del exilio y el olvido… de su tierra y sus sueños.

Espero que estas cuantas líneas les inciten a tratar de saber un poco mas… de lo que vivieron sus abuelos… quienes tuvieron la suerte (en mi muy particular opinión, a sabiendas de que otros opinaran que la desgracia) de poder luchar por algo que iba mas allá de sus vidas particulares... su ideal de una humanidad libre y solidaria.

Es para empujarlos un poco, hacia este descubrimiento, que transcribo a continuación el texto de un combatiente anónimo de la famosa (y tantas veces difamada) “Columna de Hierro” cuya sinceridad y belleza encuentro mas aptas para este fin que cualquier tratado de historia.

Una vida “vivida” será siempre más bella que cualquier producto del intelecto… lastima que sea ya tan difícil atreverse a “vivir”.


Por Si efectivamente logre despertar algún interés por conocer la historia que vivieron sus abuelos, les recomiendo la lectura de los siguientes libros:
He procurado no incluir libros que aborden temas muy especializados, sino libros que les den un “panorama general” de la guerra civil (pero que traten, eso si, de todos los aspectos de dicha guerra y no únicamente el aspecto militar, que a mi juicio es relativamente secundario) así como libros de corte testimonial.

- La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución. Burnett Bolloten.
A mi juicio el mejor libro de todos los que he leído (y conste que han sido muchos).

- La guerra civil española. Anthony Beevor.
A pesar de sus cerca de 900 paginas, a mi juicio es la mejor "introducción" para neófitos que quieran tener una visión global y sin carga ideológica (lo cual es muy difícil tratándose de este tema) de lo que fue la guerra civil española.

- Guerra civil española para principiantes. Valeria Ianni y Alejandro Ravassi.
Pequeño libro que aborda la guerra civil de una manera muy sencilla y amena, pero a la vez muy completa y muy bien estructurada. Altamente recomendable para quienes ignoran casi todo pero quieren conocer lo minimo indispensable.

- La révolution et la guerre d’Espagne. Pierre Broué et Emile Témime

- Spanish cockpit. Franz Borkenau.

- Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española. Ronald Fraser.

- Homenaje a Cataluña. George Orwell.

- Ceux de Barcelona. H. E. Kaminski.

- Carnets de la guerre d’Espagne. Mary Low et Juan Breá.

- Ma guerre d’Espagne à moi. Mika Etchebéhère.
El libro de corte testimonial que, no tengo vergüenza de decirlo, me arranco muchas lagrimas.

NOTA: Sé que de todos los libros en idioma francés aquí enlistados hay traducciones al español, pero ignoro sus coordenadas, es cuestión de buscar en Internet.


Si se les presenta la ocasión, no se pierdan la oportunidad de ver la película "TIERRA Y LIBERTAD" (Land and Freedom, en su titulo original) del director Ken Loach.


UN "INCONTROLADO" DE LA COLUMNA DE HIERRO


Este llamado de un miliciano anarquista desconocido, miembro de la famosa “Columna de Hierro”, parece ser, hasta el día de hoy, el texto mas verídico y mas bello que nos ha legado la revolución proletaria española. Tanto el contenido de esta revolución como sus intenciones y su practica se ven fría y apasionadamente resumidos en el. Las principales causas de su fracaso son nítidamente señaladas: la permanente acción contrarrevolucionaria de los estalinistas apoyada, en el seno de la Republica, por las fuerzas de la burguesía y las constantes concesiones de los ” responsables” de la CNT-FAI (amargamente señaladas por el termino de “los nuestros”) a lo largo del periodo que va de julio de 1936 a marzo de 1937.

Quien reivindico orgullosamente el calificativo, en ese entonces ofensivo, de “incontrolado” dio muestra del más amplio sentido histórico y estratégico. Se hizo la revolución a medias, olvidando que el tiempo no espera. “Ayer éramos los dueños de todo, hoy son ellos quienes lo son”. En esta hora, para los libertarios de la “Columna de Hierro” no nos queda más que seguir juntos “hasta el fin”. Después de haber vivido un momento de esta magnitud resulta imposible “separarnos, irnos, no vernos más”. Más todo lo demás ha sido traicionado y despilfarrado.

Ese texto, mencionado en la obra de Burnett Bolloten (La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución) fue publicado por la revista anarquista Nosotros, editada en Valencia, los días 12, 13, 15, 16 y 17 de marzo del año 1937. La “Columna de Hierro” fue integrada el 21 de marzo, en el “ejercito popular” de la Republica, bajo la denominación de la 83 Brigada Mixta. El 3 de mayo de este mismo año, la sublevación armada de los obreros de Barcelona, reprimida a sangre y fuego por las fuerzas republicanas y estalinistas, fue denunciada y condenada por los mismos “responsables” anarquistas, quienes todos juntos lograron liquidarla el 7 de mayo. Solo quedaban frente a frente los dos poderes estatales de la contrarrevolución, alzándose con la victoria el más poderoso.


Soy un escapado de San Miguel de los Reyes, siniestro presidio que levantó la monarquía para enterrar en vida a los que, por no ser cobardes, no se sometieron nunca a las leyes infames que dictaron los poderosos contra los oprimidos. Allá me llevaron, como a tantos otros, por lavar una ofensa, por rebelarme contra las humillaciones de que era víctima un pueblo entero, por matar, en fin, a un cacique.

Joven era, y joven soy, ya que ingresé en el presidio a los veintitrés años y he salido, porque los compañeros anarquistas abrieron las puertas, teniendo treinta y cuatro. ¡Once años sujeto al tormento de no ser hombre, de ser una cosa, de ser un número!

Conmigo salieron muchos hombres, igualmente sufridos, igualmente dolorosos por los malos tratos recibidos desde el nacer. Unos, al pisar la calle, se fueron por el mundo; otros, nos agrupamos con nuestros libertadores, que nos trataron como amigos y nos quisieron como hermanos. Con éstos, poco a poco, formamos la "Columna de Hierro"; con éstos, a paso acelerado, asaltamos cuarteles y desarmamos a terribles guardias; con éstos, a empujones, echamos a los fascistas hasta las agujas de la sierra, en donde se encuentran. Acostumbrados a tomar lo que necesitamos, al empujar al fascista, le tomamos víveres y fusiles. Y nos alimentamos, durante un tiempo, de lo que nos ofrecían los campesinos, y nos armamos, sin que nadie nos hiciese el obsequio de un arma, con lo que a brazo partido, les quitamos a los insurrectos. El fusil que acaricio, el que me acompaña desde que abandoné el fatídico presidio, es mío, mío propio; se lo quité, como un hombre, al que lo tenía en sus manos, así como nuestros, propios, conquistados, son casi todos los que mis compañeros tienen en las suyas.

Nadie o casi nadie nos atendió nunca. El estupor burgués al abandonar el presidio, ha continuado siendo el estupor de todos, hasta estos momentos, y en lugar de atendernos, de ayudarnos, de auxiliarnos, se nos trató como a forajidos, se nos acusó de incontrolados, porque no sujetamos el ritmo de nuestro vivir que ansiábamos y ansiamos libre, a caprichos estúpidos de algunos que se han sentido, torpe y orgullosamente, amos de los hombres, al sentarse en un Ministerio o en un comité, y porque, por los pueblos por donde pasamos, después de haberle arrebatado su posesión al fascista, cambiamos el sistema de vida, aniquilando a los caciques feroces que intranquilizaron la vida de los campesinos, después de robarles, y poniendo la riqueza en manos de los únicos que supieron crearla: en manos de los trabajadores.

Nadie, puedo asegurarlo, nadie se puede haber portado con los desvalidos, con los necesitados, con los que toda la vida fueron robados y perseguidos, mejor que nosotros, los incontrolados, los forajidos, los escapados de presidio. Nadie, nadie -desafio que me lo prueben- ha sido más cariñoso y más servicial para con los niños, las mujeres y los ancianos; nadie, absolutamente nadie, puede tildar a esta Columna, que sola, sin auxilio y sí entorpeciéndola, ha estado desde el principio en la vanguardia, de insolidaria, de despótica, de blanda o de floja cuando de la lucha se trataba, o de desamorada con el campesino, o de no revolucionaria, ya que el arrojo y la valentía en el combate ha sido nuestra norma, la hidalguía con el vencido nuestra ley, la cordialidad con los hermanos nuestra divisa y la bondad y el respeto el marco en que se ha desenvuelto nuestra vida.

¿Por qué esta leyenda negra que se ha tejido a nuestro alrededor? ¿Por qué este afán insensato de desacreditarnos, si nuestro descrédito, que no es posible, sólo iría en perjuicio de la causa revolucionaria y de la misma guerra?

Hay -nosotros, hombres del presidio, que hemos sufrido más que nadie en la tierra, lo sabemos-; hay, digo, en el ambiente, un aburguesamiento enorme. El burgués, de alma y de cuerpo, que es todo lo mediocre y servil, tiembla ante la idea de perder su sosiego, su cigarro puro y su café, sus toros, su teatro y su emputecimiento, y cuando olía algo de la Columna, de esta Columna de Hierro, puntal de la Revolución en estas tierras levantinas, o cuando sabía que la Columna anunciaba su viaje a Valencia, temblaba como un azogado pensando que los de la Columna iban a arrancarle de su vida regalona y miserable. Y el burgués -hay burgueses de muchas clases y en muchos sitios- tejía, sin parar, con los hilos de la calumnia, la leyenda negra con que nos ha obsequiado, porque al burgués, y únicamente al burgués, han podido y pueden perjudicar nuestras actividades, nuestras rebeldías, y estas ansias locamente incontenibles que llevamos en nuestro corazón de ser libres, como las águilas en las más altas cimas o como los leones en medio de las selvas.

También los hermanos, los que sufrieron con nosotros en campos y talleres, los que fueron vilmente explotados por la burguesía, se hicieron eco de los miedos terribles de ésta y llegaron a creer, porque algunos interesados en ser jefes se lo dijeron, que nosotros, los hombres que luchábamos en la Columna de Hierro, éramos forajidos y desalmados, y un odio, que ha llegado muchas veces a la crueldad y al asesinato fanático, sembró nuestro camino de piedras para que no pudiéramos avanzar contra el fascismo.

Ciertas noches, en esas noches oscuras en que, arma al brazo y oído atento, trataba de penetrar en las profundidades de los campos y en los misterios de las cosas, no tuve más remedio que, como en una pesadilla, levantarme del parapeto, y no para desentumecer mis miembros, que son de acero porque están curtidos en el dolor, sino para empuñar con más rabia el arma, sintiendo ganas de disparar, no sólo contra el enemigo que estaba escondido a cien metros escasos de mí, sino contra el otro, contra el que no veía, contra el que se ocultaba a mi lado siéndome y aun llamándome compañero, mientras me vendía vilmente, ya que no hay venta más cobarde que la que de la traición se nutre. Y sentía ganas de llorar y de reir, y de correr por los campos gritando, y de atenazar gargantas entre mis dedos de hierro, como cuando rompí entre mis manos la del cacique inmundo, y de hacer saltar, hecho escombros, este mundo miserable en donde es difícil encontrar unos brazos amantes que sequen tu sudor y restañen la sangre de tus heridas cuando, cansado y herido vuelves de la batalla.

¡Cuántas noches, juntos los hombres, formando un racimo o un puñado, al comunicar a mis compañeros, los anarquistas, mis penas y dolores he hallado, allá, en la dureza de la sierra, frente al enemigo que acechaba, una voz amiga y unos brazos amantes que me han hecho volver a amar la vida! Y, entonces, todo lo sufrido, todo lo pasado, todos los horrores y tormentos que llagaron mi cuerpo, los tiraba al viento como si fueran de otras épocas, y me entregaba con alegría a sueños de ventura, viendo con la imaginación calenturienta un mundo como el que no había vivido, pero que deseaba; un mundo como no habíamos vivido los hombres pero que muchos habíamos soñado. Y el tiempo se me pasaba volando, y las fatigas no entraban en mi cuerpo, y redoblaba mi empuje, y me hacía temerario, y salía al amanecer en descubierta para descubrir al enemigo, y... todo por cambiar la vida; por imprimir otro ritmo a esta vida nuestra; porque los hombres, yo entre ellos, pudiéramos ser hermanos; porque la alegría, una vez siquiera, al brotar en nuestros pechos, brotase en la tierra; porque la Revolución, esta Revolución que ha sido el norte y el lema de la Columna de Hierro, pudiese ser, en tiempo no lejano, un hecho.

Se esfumaban mis sueños como las nubecillas blancas que encima de nosotros pasaban por la sierra, y volvía a ver mis desencantos para volver, otra vez, por la noche, a mis alegrías. Y así, entre penas y alegrías, entre congojas y llantos, he pasado mi vida, vida alegre en medio del peligro, comparada con aquella vida turbia y miserable del turbio y mísero presidio.

Pero un día -era un día pardo y triste-, por las crestas de la sierra, como viento de nieve que corta las carnes, bajó una noticia: "Hay que militarizarse". Y entró en mis carnes como fino puñal la noticia, y sufrí, de antemano, las congojas de ahora Por las noches, en el parapeto, repetía la noticia: "Hay que militarizarse".

A mi lado, velando mientras yo descansaba, aunque no dormía, estaba el delegado de mi grupo, que sería teniente, y tres pasos más acá, durmiendo en el suelo, reclinando su cabeza sobre un montón de bombas, yacía el delegado de mi centuria, que sería capitán o coronel. Yo... seguiría siendo yo, el hijo del campo, rebelde hasta morir. Ni quería, ni quiero cruces ni estrellas ni mandos. Soy como soy, un campesino que aprendió a leer en la cárcel, que ha visto de cerca el dolor y la muerte, que era anarquista sin saberlo y que ahora, sabiéndolo, soy más anarquista que ayer, cuando maté para ser libre.

Ese día, aquel día que bajó de las crestas de la sierra, cual si fuese un viento frío que me cortase el alma, la noticia funesta, será memorable, como tantos otros en mi vida de dolor. Aquel día... ¡Bah!

¡Hay que militarizarse!

La vida enseña a los hombres más que todas las teorías, más que todos los libros. Los que quieran llevar a la práctica lo que han aprendido de otros al beberlo en los libros escritos, se equivocarán; los que lleven a los libros lo que han aprendido en las revueltas del camino de la vida, posiblemente hagan una obra maestra. La realidad y la ensoñación son cosas distintas. Soñar es bueno y bello, porque el sueño es, casi siempre, la anticipación de lo que ha de ser; pero lo sublime es hacer la vida bella, hacer de la vida, realmente, una obra hermosa.

Yo he vivido la vida aceleradamente. No he saboreado la juventud, que, según he leído, es alegría, y dulzura, y bienestar. En el presidio sólo he conocido el dolor. Siendo joven por los años, soy un viejo por lo mucho que he vivido, por lo mucho que he llorado. Por lo mucho que he sufrido. Que en el presidio, casi nunca se ríe; en el presidio, para adentro o para afuera, siempre se llora

Leer un libro en una celda, apartado del contacto de los hombres, es soñar; leer el libro de la vida, cuando te lo presenta abierto por una página cualquiera el carcelero, que te insulta o simplemente te espía, es estar en contacto con la realidad.

Cierto día leí, no sé dónde ni a quién, que no pudo tener el autor idea exacta de la redondez de la tierra hasta que la hubo recorrido, medio palpado: descubierto. Parecióme ridícula tal pretensión; pero aquella frasecita se me quedó tan impresa, que alguna vez, en mis soliloquios obligados en la soledad de ni celda, pensé en ella. Hasta que un día, como si yo también descubriera algo maravilloso que antes estuvo oculto a los demás hombres, sentí la alegría de ser, para mí, el descubridor de la redondez de la tierra. Y aquel día, como el autor de la frase, recorrí, medí y palpé el planeta, haciéndose la luz en mi imaginación al "ver" a la Tierra rodando en los espacios sin fin, formando parte del concierto universal de los mundos.

Lo mismo sucede con el dolor. Hay que pesarlo, medirlo, palparlo, gustarlo, comprenderlo, descubrirlo, para tener en la mente una idea clara de lo que es. A mi lado, tirando del carro en el que otros iban subidos, cantando y gozando, he tenido hombres que, como yo, oficiaban de mulas. Y no sufrían; y no rugían, por lo bajo, su protesta; y encontraban justo y lógico que aquéllos, como señores, fuesen los que les tirasen de las riendas y empuñasen el látigo, y hasta lógico y justo que el amo, de un trallazo, les cruzase la cara. Como animales lanzaban un ronquido, clavaban sus pezuñas en el suelo y arrancaban a galope. Después, ¡oh sarcasmo!, al desuncirlos, lamían, como perros esclavos, la mano que les azotó.

Nadie que no haya sido humillado, y vejado, y escarnecido; nadie que no se haya sentido el ser más desgraciado de la tierra, a la vez que el ser más noble, y más bueno, y más humano, y que, al mismo tiempo y todo junto, cuando sentía su desgracia y se consideraba feliz y fuerte, sin aviso, sin motivo, por gana de hacerle daño, por humillarle, haya sentido sobre sus espaldas o sobre su rostro la mano helada de la bestia carcelera; nadie que no se haya visto arrastrado por lebreles a la celda de castigo, y allí, abofeteado y pisoteado, oír crujir sus huesos y oír correr su sangre hasta caer en el suelo como una mole; nadie que, después de sufrir el tormento por otros hombres, no haya sido capaz de sentir su impotencia, y maldecir por ello y blasfemar por ello, que era tanto como empezar a tener potencia otra vez; nadie que, al recibir el castigo y el ultraje, haya tenido conciencia de lo injusto del castigo y de lo infame del ultraje; y, al tenerla, haya hecho propósito de acabar con el privilegio que otorga a algunos la facultad de castigar y ultrajar; nadie, en fin, que, preso en la cárcel o preso en el mundo, haya comprendido la tragedia de las vidas de los hombres condenados a obedecer en silencio y ciegamente las órdenes recibidas, puede conocer la hondura del dolor, la amargura del dolor, la marca terrible que el dolor deja para siempre en los que bebieron, y palparon, y sintieron el dolor de callar y obedecer. ¡Desear hablar y conservarse mudo; desear cantar y enmudecer; desear reír y tener forzosamente que estrangular la risa en los labios; desear amar y ser condenado a nadar entre el cieno del odio!

Yo estuve en el cuartel y allí aprendí a odiar. Yo he estado en el presidio, y allí, en medio del llorar y del sufrir, cosa rara, aprendí a amar, a amar intensamente.

En el cuartel casi estuve a punto de perder mi personalidad, tanto era el rigor con que se me trataba, queriendo imponérseme una disciplina estúpida. En la cárcel, tras mucho luchar, recobré mi personalidad, siendo cada vez más rebelde a toda imposición. Allá aprendí a odiar, de cabo hacia arriba, todas las jerarquías; en la cárcel, en medio del más angustiante dolor, aprendí a querer a los desgraciados, mis hermanos, mientras conservaba puro y limpio el odio a las jerarquías mamado en el cuartel. Cárceles y cuarteles son una misma cosa: despotismo y libre expansión de la maldad de algunos y sufrimiento de todos. Ni el cuartel enseña cosa que no sea dañina a la salud corporal y mental, ni la cárcel corrige.

Con este criterio, con esta experiencia -experiencia adquirida, porque he bañado mi vida en el dolor-, cuando oí que, montañas abajo, venía rodando la orden de militarización, sentí por un momento que mi ser se desplomaba, porque vi claramente que moriría en mí el audaz guerrillero de la Revolución, para continuar viviendo el ser a quien en el cuartel y en la cárcel se podó de todo atributo personal, para caer nuevamente en la sima de la obediencia, en el sonambulismo animal a que conduce la disciplina del cuartel o de la cárcel, ya que ambos son iguales. Y, empuñando con rabia el fusil, desde el parapeto, mirando al enemigo y al "amigo", mirando a vanguardia y a retaguardia, lancé una maldición como aquellas que lanzaba cuando, rebelde, me conducían a la celda de castigo, y una lágrima hacia adentro, como aquéllas, que se me escaparon, sin ser vistas de nadie, al sentir mi impotencia. Y es que notaba que los fariseos, que desean hacer del mundo un cuartel y una cárcel, son los mismos, los mismos, los mismos que ayer, en las celdas de castigo, nos hicieron a los hombres -hombres- crujir los huesos.

Cuarteles..., presidios..., vida indigna y miserable.

No nos han comprendido, y por no poder comprendernos, no nos han querido. Hemos luchado -no son necesarias ahora falsas modestias, que a nada conducen-; hemos luchado, repito, como pocos. Nuestra línea de fuego ha sido siempre la primera, ya que en nuestro sector, desde el primer día hemos sido los únicos.

Para nosotros jamás hubo un relevo ni..., lo que ha sido peor todavía, una palabra cariñosa. Unos y otros, fascistas y antifascistas, hasta -¡qué vergüenza hemos sentido!- los nuestros nos han tratado con despego.

No nos han comprendido. O lo que es más trágico en medio de esta tragedia en que hemos vivido, quizá no nos hemos hecho comprender, ya que nosotros, por haber recibido sobre nuestros lomos todos los desprecios y rigores de los que fueron jerarcas en la vida, hemos querido vivir, aun en la guerra, una vida libertaria, y los demás, para su desgracia y la nuestra, han seguido uncidos al carro del Estado.

Esta incomprensión, que nos ha producido dolores inmensos, cercó el camino de desdichas, y no solamente veían un peligro en nosotros los fascistas, a los que tratamos como se merecieron, sino los que se llaman antifascistas y gritan su antifascismo hasta enronquecer. Este odio que se tejió a nuestro alrededor, dio lugar a choques dolorosos, el mayor de los cuales, por lo canallesco, hace asomar a la boca el asco y llevar las manos a apretar el fusil, tuvo lugar en plena Valencia, al disparar contra nosotros "ciertos antifascistas rojos". Entonces..., ¡bah!..., entonces debimos haber acabado con lo que ahora está haciendo la contrarrevolución.

La Historia, que recoge lo bueno y lo malo que los hombres hacen, hablará un día.

Y esa Historia dirá que la Columna de Hierro fue quizá la única en España que tuvo visión clara de lo que debió ser nuestra Revolución. Dirá también que fue la que más resistencia ofreció a la militarización. Y dirá, además, que, por resistirse, hubo momentos en que se la abandonó totalmente a su suerte, en pleno frente de batalla, como si seis mil hombres, aguerridos y dispuestos a triunfar o morir, debieran abandonarse al enemigo para ser devorados.

¡Cuántas y cuántas cosas dirá la Historia, y cuántas y cuántas y cuántas figuras, que se creen gloriosas, serán execradas y maldecidas!

Nuestra resistencia a la militarización estaba fundada en lo que conocíamos de los militares. Nuestra resistencia actual se funda en lo que conocemos actualmente de los militares.

El militar profesional ha formado, ahora y siempre, aquí y en Rusia, una casta. El es el que manda; a los demás no debe quedarnos más que la obligación de obedecer. El militar profesional odia con toda su fuerza a todo cuanto sea paisanaje, al que cree inferior.

Yo he visto -yo miro siempre a los ojos de los hombres- temblar de rabia o de asco a un oficial cuando al dirigirme a él lo he tuteado, y conozco casos de ahora, de ahora mismo, en batallones que se llaman proletarios, en que la oficialidad, que ya se olvidó de su origen humilde, no puede permitir -para ello hay castigos terribles- que un miliciano les llame de tú.

El ejército "proletario" no plantea disciplina, que podría ser, a lo sumo, respeto a las órdenes de guerra; plantea sumisión, obediencia ciega, anulación de la personalidad del hombre.

Lo mismo, lo mismo que cuando, ayer, estuve en el cuartel. Lo mismo, lo mismo que cuando, más tarde, estuve en el presidio.

Nosotros, en las trincheras, vivíamos felices. Vimos caer a nuestro lado, es cierto, a los compañeros que con nosotros empezaron esta guerra; sabíamos, además, que en cualquier momento, una bala podía dejarnos tendidos en pleno campo -ésta es la recompensa que espera al revolucionario-; pero vivíamos felices. Cuando había comíamos; cuando escaseaban los víveres, ayunábamos. Y todos contentos. ¿Por qué? Porque ninguno era superior a ninguno. Todos amigos, todos compañeros, todos guerrilleros de la Revolución.

El delegado de grupo o de centuria no nos era impuesto, sino elegido por nosotros, y no se sentía teniente o capitán, sino compañero. Los delegados de los Comités de la Columna no fueron jamás coroneles o generales, sino compañeros. Juntos comíamos, juntos peleábamos, juntos reíamos o maldecíamos. Nada ganamos durante un tiempo, nada ganaron ellos. Diez pesetas ganamos después nosotros, diez pesetas ganaban y ganan ellos.

Lo único que aceptamos es su capacidad probada, por eso los elegimos; su valor, también probado, por eso también fueron nuestros delegados. No hay jerarquías, no hay superioridades, no hay órdenes severas; hay camaradería, bondad, compañerismo: vida alegre en medio de las desdichas de la guerra. Y así, con compañeros, imaginándose que se lucha por algo y para algo, da gusto la guerra y hasta se recibe con gusto la muerte. Pero cuando estás entre militares, en donde todo son órdenes y jerarquías; cuando ves en tus manos la triste soldada con la cual apenas puede mantenerse en retaguardia tu familia y ves que el teniente, el capitán, el comandante y el coronel cobran tres, cuatro, diez veces más que tú, aunque no tienen ni más empuje, ni más conocimiento, ni más valor que tú, la vida se te hace amarga, porque ves que eso no es Revolución, sino aprovechamiento, por unos pocos, de una situación desgraciada que va únicamente en perjuicio del pueblo.

No sé cómo viviremos ahora. No sé si podremos acostumbrarnos a recibir malas palabras del cabo, del sargento o del teniente. No sé si después de habernos sentido plenamente hombres, podremos sentirnos animales domésticos, que a esto conduce la disciplina y esto representa la militarización.

No podremos ya, será totalmente imposible, aceptar despotismos y malos tratos, ya que se necesita ser muy poco hombre para tener un arma en la mano y aguantar mansamente el insulto; pero tenemos noticias que angustian, de compañeros que, al militarizarse, han vuelto a sentir, como losa de ploma, la pesantez de las órdenes que emanan de gente, muchas veces inepta y siempre desamorada.

Creíamos que nos estábamos redimiendo, que nos estábamos salvando y estamos cayendo en lo mismo que combatimos; en el despotismo, en la castocracia, en el autoritarismo más brutal y absorbente.

Pero el momento es grave. Cogidos -no sabemos por quien y si lo sabemos, nos lo callamos ahora-; cogidos, repito, en una trampa, debemos salir de ella, escaparnos de ella, lo mejor que podamos, pues de trampas está sembrado todo el campo.

Los militaristas, todos los militaristas -los hay furibundos en nuestro campo- nos han cercado. Ayer fuimos dueños de todo, hoy lo son ellos. El ejército popular, que no tiene de popular más que el hecho de formarlo el pueblo, y eso ocurrió siempre, no es del pueblo, es del Gobierno, y el Gobierno manda, y el Gobierno ordena. Al pueblo sólo se le permite obedecer y siempre se le exige obedecer.

Cogidos entre las mallas militaristas, tenemos dos caminos a seguir: el primero nos lleva a disgregarnos los que hasta hoy somos compañeros de lucha, deshaciendo la Columna de Hierro; el segundo nos lleva a la militarización.

La Columna, nuestra Columna, no debe deshacerse. La homogeneidad que siempre ha presentado, ha sido admirable -hablo solamente para nosotros, compañeros-; la camaradería entre nosotros quedará en la historia de la Revolución española como un ejemplo; la bravura demostrada en cien combates, podrá haber sido igualada en esta lucha de héroes, pero no superada. Desde el primer día fuimos amigos; más que amigos, compañeros; más que compañeros, hermanos. Disgregarnos, irnos, no volvernos a ver, no sentir, como hasta aquí, los impulsos de vencer y de luchar, es imposible.

La Columna, esta Columna de Hierro que desde Valencia a Teruel ha hecho temblar a burgueses y fascistas, no debe deshacerse, sino seguir hasta el fin.

¿Quién puede decir que en la pelea, por estar militarizados, han sido más fuertes, más recios, más generosos para regar con su sangre los campos de batalla? Como hermanos que defienden una causa noble, hemos luchado; como hermanos que tienen los mismos ideales, hemos soñado en las trincheras; como hermanos que anhelan un mundo mejor, hemos empujado con nuestro coraje. ¿Deshacernos como un todo homogéneo? Nunca, compañeros. Mientras quedemos una centuria, a luchar; mientras quede uno solo de nosotros, a vencer.

Será el mal menor, a pesar de ser un gran mal, el tener que aceptar, sin ser elegidos por nosotros, quienes nos ordenen. Pero...

Ser una Columna o ser un Batallón es casi igual. Lo que no es igual es que no se nos respete.

Si estamos juntos los mismos individuos que ahora estamos, ya formemos una columna o ya formemos un batallón, para nosotros ha de ser igual. En la lucha no necesitaremos quien nos aliente, en el descanso no tendremos quien nos prohiba descansar, porque no lo consentiremos.

El cabo, el sargento, el teniente, el capitán, o son de los nuestros, en cuyo caso seremos todos compañeros, o son enemigos, en cuyo caso como a enemigos habrá que tratarlos.

Columna o Batallón, para nosotros, si queremos, será igual. Nosotros, ayer, hoy y mañana, no necesitamos estímulos para combatir; nosotros, ayer hoy y mañana, seremos los guerrilleros de la Revolución.

De nosotros mismos, de la cohesión que haya entre nosotros, depende nuestro desarrollo futuro. No nos imprimirá nadie un ritmo suyo; se lo imprimiremos nosotros, por tener personalidad propia, a los que estén a nuestro alrededor.

Tengamos en cuenta una cosa, compañeros. La lucha exige que no hurtemos nuestros brazos ni nuestro entusiasmo a la guerra. En una columna, la nuestra, o en un batallón, el nuestro; en una división o en un batallón que no sean nuestros, tenemos que luchar.

Si deshacemos la Columna, si nos disgregamos, después, obligatoriamente movilizados, tendremos que ir, no con quien digamos, sino con quien se nos ordene. Y como no somos ni queremos ser animales domésticos, posiblemente chocáramos con quienes no debiéramos chocar: con los que, mal o bien, son nuestros aliados.

La Revolución, nuestra Revolución, esta Revolución proletaria y anárquica, a la cual, desde los primeros días, hemos dado páginas de gloria, nos pide que no abandonemos las armas y que no abandonemos, tampoco, el núcleo compacto que hasta ahora hemos tenido formado, llámese éste como se llame: Columna, División o Batallón.


Un "Incontrolado" de la Columna de Hierro

UN "INCONTROLE" DE LA COLONNE DE FER



Cet appel d’un milicien anarchiste inconnu, appartenant à la fameuse « Colonne de Fer », paraît bien être, jusqu’à ce jour, l’écrit le plus véridique et le plus beau que nous ait laissé la révolution prolétarienne d’Espagne. Le contenu de cette révolution, ses intentions et sa pratique, y sont résumés froidement, et passionnément. Les principales causes de son échec y sont dénoncées : celles qui procédèrent de la constante action contre-révolutionnaire des staliniens relayant, dans la République, les forces bourgeoises désarmées, et des constantes concessions des responsables de la C.N.T-F.A.I. (ici amèrement évoqués par le terme « les nôtres ») de juillet 1936 à mars 1937.
Celui qui revendique hautement le titre, alors injurieux, d’« incontrolado », a fait preuve du plus grand sens historique et stratégique. On a fait la révolution à moitié, en oubliant que le temps n’attend pas. « Hier nous étions maîtres de tout, aujourd’hui c’est eux qui le sont. » A cette heure, il ne reste plus aux libertaires de la « Colonne de Fer » qu’à « continuer jusqu’à la fin », ensemble. Après avoir vécu un si grand moment, il n’est pas possible de « nous séparer, nous en aller, ne plus nous revoir ». Mais tout le reste a été renié et dilapidé.
Ce texte, mentionné dans l’ouvrage de Burnett Bolloten, a été publié par Nosostros, quotidien anarchiste de Valence, des 12, 13, 15, 16 et 17 mars 1937. La « Colonne de Fer » fut intégrée, à partir du 21 mars, dans l’« armée populaire » de la République, sous l’appellation de 83e Brigade. Le 3 mai, le soulèvement armé des ouvriers de Barcelone fut désavoué par les mêmes responsables, qui réussirent à y mettre un terme le 7 mai. Il ne resta plus en présence que deux pouvoirs étatiques de la contre-révolution, dont le plus fort gagna la guerre civile.

Je suis l’un de ceux qui ont été délivrés de San Miguel de los Reyes, sinistre bagne qu’éleva la monarchie pour enterrer vivants les hommes qui, parce qu’ils n’étaient pas des lâches, ne se sont jamais soumis aux lois infâmes que dictèrent les puissants contre les opprimés. Ils m’ont emmené là-bas, comme tant d’autres, pour avoir lavé une offense, pour m’être rebellé contre les humiliations dont un village entier était victime : autrement dit, pour avoir tué un « cacique ».
J’étais jeune, et je suis jeune maintenant, puisque j’entrai au bagne à vingt-trois ans et que j’en suis sorti, parce que les camarades anarchistes en ouvrirent les portes, quand j’en avais trente-quatre. Onze années soumis au supplice de ne pas être un homme, d’être une chose, d’être un numéro !
Avec moi sortirent beaucoup d’hommes qui en avaient autant enduré, qui étaient aussi marqués par les mauvais traitements subis depuis leur naissance. Certains, dès qu’ils ont foulé le pavé de la rue, s’en sont allés par le monde ; et les autres, nous nous réunîmes à nos libérateurs, qui nous traitèrent en amis et nous aimèrent en frères. Avec eux, peu à peu, nous avons formé « la Colonne de Fer » ; avec eux, et à grands pas, nous avons donné l’assaut aux casernes et fait rendre les armes à de redoutables gardes civils ; avec eux, par d’âpres attaques, nous avons refoulé les fascistes jusqu’aux crêtes de la montagne, là où ils sont encore à présent. Accoutumés à prendre ce dont nous avons besoin, de pourchasser le fasciste, nous avons conquis sur lui les approvisionnements et les fusils. Et nous nous sommes nourris pour un temps de ce que nous offraient les paysans, et nous nous sommes armés sans que personne ne nous fît le cadeau d’une arme, avec ce que nous avions ôté, par la force de nos bras, aux militaires insurgés. Le fusil que je tiens et caresse, celui qui m’accompagne depuis que j’ai quitté ce fatidique bagne, il est à moi, c’est mon bien propre ; si j’ai pris, comme un homme, celui que j’ai entre les mains, de la même façon sont nôtres, proprement nôtres, presque tous ceux que mes camarades ont dans leurs mains.
Personne, ou presque personne n’a jamais eu d’égards pour nous. La stupéfaction des bourgeois, en nous voyant quitter le bagne, n’a pas cessé et s’est même étendue à tout le monde, jusqu’en ce moment ; de sorte qu’au lieu de nous prendre en considération et de nous aider, de nous soutenir, on nous a traités de bandits, on nous a accusés d’être des incontrôlés : parce que nous ne soumettons pas le rythme de notre vie, que nous avons voulue et voulons libre, aux stupides caprices de quelques-uns qui se sont considérés, bêtement et orgueilleusement, comme les propriétaires des hommes dès qu’ils se sont vus dans un ministère ou un comité ; et parce que, dans les villages où nous sommes passés, après en avoir arraché la possession aux fascistes, nous en avons changé le système de vie, annihilant les féroces « caciques » qui tourmentaient toute l’existence des paysans après les avoir volés, et remettant la richesse aux mains des seuls qui surent la créer, aux mains des travailleurs.
Personne, je peux en donner l’assurance, personne n’aurait pu se comporter avec les dépossédés, avec les nécessiteux, avec ceux qui toute leur vie furent pillés et persécutés, mieux que nous, les incontrôlés, les bandits, les échappés du bagne. Personne, personne - je défie qu’on m’en apporte la preuve - n’a jamais été plus affectueux et plus serviable envers les enfants, les femmes et les vieillards ; personne, absolument personne, ne peut blâmer cette Colonne, qui seule, sans aide, et il faut même dire entravée, a été depuis le commencement à l’avant-garde, personne ne peut l’accuser d’un manque de solidarité, ou de despotisme, de mollesse ou de lâcheté quand il s’agissait de combattre, ou d’indifférence envers le paysan, ou de manque d’esprit révolutionnaire ; puisque hardiesse et vaillance au combat ont été notre norme, la noblesse à l’égard du vaincu notre loi, la cordialité avec nos frères notre devise, et que la bonté et le respect ont été le critère du déroulement de toute notre vie.
Pourquoi cette légende noire que l’on a tissée autour de nous ? Pourquoi cet acharnement insensé à nous discréditer alors que notre discrédit, qui n’est pas possible, ne ferait que porter préjudice à la cause révolutionnaire, et à la guerre même ?
Il y a - nous, les hommes du bagne, qui avons souffert plus que personne sur la terre, nous le savons bien -, il y a, dis-je, dans l’atmosphère un extrême embourgeoisement. Le bourgeois d’âme et de corps, qui est tout ce qu’il y a de médiocre et de servile, tremble à l’idée de perdre sa tranquillité, son cigare et son café, ses taureaux, son théâtre et ses relations prostituées ; et quand il entendait dire quelque chose de la Colonne, de cette Colonne de Fer, le soutien de la révolution dans ces terres du Levant, ou quand il apprenait que la Colonne annonçait sa descente sur Valence, il tremblait comme une feuille en pensant que ceux de la Colonne allaient l’arracher à sa vie de plaisirs misérables. Et le bourgeois - il y a des bourgeois de différentes classes et dans beaucoup de positions - tissait, sans répit, avec les fils de la calomnie, la noire légende dont il nous a gratifiés ; parce que c’est au bourgeois, et seulement au bourgeois, qu’ont pu et peuvent encore nuire nos activités, nos révoltes, et ces désirs irrépressibles qui emportent follement nos cœurs, désirs d’être libres comme les aigles sur les plus hautes cimes ou comme les lions au plus profond des forêts.
Même des frères, ceux qui ont souffert avec nous dans les champs et les ateliers, ceux qui ont été indignement exploités par la bourgeoisie, se firent l’écho des terribles craintes de celle-ci, et en arrivèrent à croire, parce que certains, trouvant leur intérêt à être des chefs le leur dirent, que nous, les hommes qui luttions dans la Colonne de Fer, nous étions des bandits et des gens sans âme ; de sorte qu’une haine, qui en est maintes fois arrivée à la cruauté et au fanatisme meurtrier, sema de pierres notre chemin, pour entraver notre avance contre le fascisme.
Certaines nuits, de ces nuits obscures dans lesquelles, l’arme au bras et l’oreille aux aguets, je m’efforçais de pénétrer les profondeurs du pays alentour et aussi les mystères des choses, je ne trouvais pas d’autre remède, comme dans un cauchemar, que de me dresser hors de l’abri, et ceci non pour désankyloser mes membres, qui sont d’acier parce qu’ils sont passés par le creuset de la douleur, mais pour empoigner plus rageusement mon arme, ressentant des envies de tirer, non seulement contre l’ennemi qui était caché à moins de cent mètres de moi, mais encore contre l’autre ennemi, contre celui que je ne voyais pas, contre celui qui se cachait à mes côtés, et il y est encore à présent, qui m’appelle camarade tandis qu’il me manque bassement, puisqu’il n’y a pas de manquement plus lâche que celui qui se repaît de trahisons. Et j’éprouvais des envies de pleurer et de rire, et de courir à travers les champs en criant et de serrer des gorges avec mes doigts de fer, comme lorsque j’ai brisé entre mes mains celle de l’immonde « cacique », et de faire sauter, pour qu’il n’en reste que décombres, ce monde misérable où il est si difficile de trouver des mains aimantes qui essuient ta sueur et étanchent le sang de tes blessures quand, fatigué et blessé, tu reviens de la bataille.
Combien de nuits, les hommes étant ensemble, et ne formant qu’une seule grappe ou poignée, quand j’exprimais à mes camarades, les anarchistes, mes peines et mes douleurs, j’ai trouvé, là-bas, dans l’âpreté de la montagne, face à l’ennemi qui nous guettait, une voix amie et des bras affectueux qui m’ont à nouveau fait aimer la vie ! Et alors, toute la souffrance, tout le passé, toutes les horreurs et tous les tourments qui ont marqué mon corps, je les jetais au vent comme s’ils eussent appartenu à d’autres époques, et je m’abandonnais avec joie à des rêves d’aventure, apercevant, dans la fièvre de l’imagination, un monde différent de celui où j’avais vécu, mais que je désirais ; un monde différent de celui où ont vécu les hommes, mais que nous sommes nombreux à avoir rêvé. Et le temps passait pour moi comme s’il volait, et les fatigues ne m’atteignaient pas, et mon enthousiasme redoublait et me rendait téméraire, et me faisait sortir dès le point du jour en reconnaissance pour découvrir l’ennemi, et... tout pour changer la vie ; pour imprimer un autre rythme à cette vie qui est la nôtre ; pour que les hommes, et moi parmi eux, nous puissions être frères ; pour qu’une fois au moins la joie, jaillissant de nos poitrines, se sème sur la terre, pour que la Révolution, cette Révolution qui a été le pôle et la devise de la Colonne de Fer, puisse être, dans un temps prochain, un fait accompli.
Mes rêves se dissipaient comme ces blancs nuages ténus qui, au-dessus de nous, passaient sur la montagne, et je retournais à mes désenchantements pour revenir, une autre fois, de nuit, à mes joies. Et ainsi, entre peines et joies, entre l’angoisse et les pleurs, j’ai passé ma vie, heureuse au sein des périls, à la comparer à cette vie obscure et misérable de l’obscur et misérable bagne.
Mais un jour - c’était un jour gris et triste -, sur les sommets de la montagne, comme un vent de neige qui mord la chair, arriva une nouvelle : « Il faut se militariser. » Et, dès cette nouvelle, ce fut comme un poignard qui me déchira, et je souffris par avance les angoisses que nous ressentons maintenant. Durant des nuits, dans l’abri, je me répétais la nouvelle : « Il faut se militariser... »
A côté de moi, veillant tandis que je me reposais, bien que je ne puisse dormir, il y avait le délégué de mon groupe, qui serait alors lieutenant, et à quelques pas de là, dormant à même le sol, en appuyant sa tête sur une pile de bombes, était couché le délégué de ma centurie, qui serait capitaine ou colonel. Moi... je continuerai à être moi, l’enfant de la campagne, rebelle jusqu’à la mort. Je n’ai pas voulu, et je ne veux pas, des croix, des galons ou des commandements. Je suis comme je suis, un paysan qui a appris à lire en prison, qui a vu de près la douleur et la mort, qui était anarchiste sans le savoir et qui maintenant, le sachant, est plus anarchiste qu’hier, quand il a tué pour être libre.
Ce jour, ce jour-là où tomba des crêtes de la montagne, comme un vent glacé qui me déchira l’âme, la funeste nouvelle, sera inoubliable, comme tant d’autres dans ma vie de douleur. Ce jour-là... Bah !
Il faut se militariser !
La vie enseigne aux hommes plus que toutes les théories, plus que tous les livres. Ceux qui veulent apporter dans la pratique ce qu’ils ont appris des autres en s’abreuvant à ce qui est écrit dans les livres, se tromperont ; ceux qui apportent dans les livres ce qu’ils ont appris dans les détours du chemin de la vie, pourront peut-être faire une œuvre maîtresse. La réalité et la rêverie sont choses distinctes. Rêver est bon et beau, parce que le rêve est, presque toujours, l’anticipation de ce qui doit être ; mais le sublime est de rendre la vie belle, de faire de la vie, concrètement, une œuvre belle.
Moi, j’ai vécu ma vie à grande allure. Je n’ai pas goûté la jeunesse qui, d’après ce qu’on en lit, est allégresse, douceur, bien-être. Au bagne, je n’ai connu que la douleur. Jeune par le nombre des années, je suis un vieux par tout ce que j’ai vécu, par tout ce que j’ai pleuré, par tout ce que j’ai souffert. Car au bagne on ne rit presque jamais ; au bagne, qu’on soit sous son toit ou sous le ciel, on pleure toujours.
Lire un livre dans une cellule, séparé du contact des hommes, c’est rêver ; lire le livre de la vie, quand te le présent ouvert à une page quelconque le geôlier, qui t’insulte ou seulement t’espionne, c’est se trouver en contact avec la réalité. J’ai lu certain jour, je ne sais où ni de qui, que l’auteur ne pouvait se faire une idée exacte de la rotondité de la Terre tant qu’il ne l’avait pas parcourue, mesurée, palpée : découverte. Une telle prétention me parut ridicule ; mais cette petite phrase est restée si imprimée en moi que quelquefois, lors de mes soliloques forcés dans la solitude de ma cellule, j’ai pensé à elle. Jusqu’à ce qu’un jour, comme si moi aussi je découvrais quelque chose de merveilleux qui auparavant eût été caché au reste des hommes, je ressentis la satisfaction d’être, par moi-même, le découvreur de la rotondité de la Terre. Et ce jour-là, comme l’auteur de la phrase, je parcourus, mesurai et palpai la planète, la lumière se faisant dans mon imagination à la vision de la Terre tournant dans les espaces infinis, faisant partie de l’harmonie universelle des mondes.
La même chose advient à propos de la douleur. Il faut la peser, la mesurer, la palper, la goûter, la comprendre, la découvrir pour avoir dans l’esprit une idée claire de ce qu’elle est. A côté de moi, tirant un chariot sur lequel d’autres, chantant et se réjouissant, s’étaient juchés, j’ai vu des hommes qui comme moi, faisaient office de mule. Et ils ne souffraient pas, et ils ne faisaient pas gronder, d’en bas, leur protestation ; et ils trouvaient juste et logique que ceux-là, en tant que maîtres, fussent ceux qui les tenaient par des rênes et empoignaient le fouet, et même logique et juste que le patron, d’un coup de laisse, leur balafre la face. Comme des animaux, ils poussaient un hennissement, frappaient le sol de leurs sabots et partaient au galop. Après, oh ! sarcasme, qu’on les ait dételés, ils léchaient comme des chiens esclaves la main qui les fouettait.
Il n’y a personne qui, ayant été humilié, vexé, outragé ; qui s’étant senti l’être le plus malheureux de la terre, en même temps que l’être le plus noble, le meilleur, le plus humain, et qui, dans le même temps et tout ensemble, éprouvant son malheur et se sentant heureux et fort, et subissant sur son dos et son visage, sans avertissement, sans motif, pour le pur plaisir de nuire et d’humilier, le poing glacé de la bête carcellaire ; personne qui, s’étant vu traîné au mitard pour rébellion, et là-dedans, giflé et foulé aux pieds, entendant craquer ses os et voyant couler son sang jusqu’à tomber sur le sol comme une masse ; personne qui, après avoir souffert la torture infligée par d’autres hommes, obligé de sentir son impuissance, et de maudire et blasphémer à cause de cela, ce qui était aussi commencer à rassembler ses forces pour une autre fois ; personne qui, à recevoir le châtiment et l’outrage, a pris conscience de l’injustice du châtiment et de l’infamie de l’outrage et, l’ayant, s’est proposé d’en finir avec le privilège qui octroie à quelques-uns la faculté de châtier et d’outrager ; personne, enfin, qui, captif dans la prison ou captif dans le monde, a compris la tragédie des hommes condamnés à obéir en silence et aveuglément aux ordres qu’ils reçoivent, qui ne puisse connaître la profondeur de la douleur, la marque terrible que la douleur laisse pour toujours sur ceux qui ont bu, palpé, respiré la douleur de se taire et d’obéir. Désirer parler et garder le silence, désirer chanter et rester muet, désirer rire et devoir par force étrangler le rire dans sa bouche, désirer aimer et être condamné à nager dans la boue et la haine !
Je suis passé par la caserne, et là j’ai appris à haïr. Je suis passé par le bagne, et là, parmi les larmes et les souffrances, étrangement, j’ai appris à aimer, à aimer intensément.
A la caserne, j’en suis presque arrivé à perdre ma personnalité, tant était rigoureux le traitement que je subissais, parce qu’on voulait m’inculquer une discipline stupide. En prison, à travers de nombreuses luttes, je retrouvai ma personnalité, étant chaque fois plus rebelle à tout ce qu’on m’imposait. Autrefois, j’avais appris à haïr, du, plus bas au plus haut degré, toutes les hiérarchies ; mais en prison, dans la plus affligeante douleur, j’ai appris à aimer les infortunés, mes frères, tandis que je conservais pure et limpide cette haine des hiérarchies dont m’avait nourri la caserne. Prisons et casernes sont une même chose : despotisme et libre exercice de la nature mauvaise de quelques-uns, pour la souffrance de tous. Ni la caserne n’enseigne la moindre chose qui ne soit dommageable à la santé physique et mentale, ni la prison ne corrige.
Avec ce jugement, avec cette expérience - expérience acquise parce que ma vie a baigné dans la douleur -, quand j’entendis que, au pied des montagnes, venait rôder l’ordre de militarisation, je sentis en un instant que mon être s’écroulait, car je vis clairement que mourrait en moi l’audacieux guérillero de la Révolution, pour continuer en menant cette existence qui, à la caserne et en prison, se dépouille de tout attribut personnel ; pour tomber encore une fois dans le gouffre de l’obéissance, dans le somnambulisme bestial auquel conduit la discipline de la caserne ou de la prison, qui toutes les deux se valent. Et, empoignant avec rage mon fusil, depuis mon abri, regardant l’ennemi et l’« ami », regardant en avant et en arrière des lignes, je lançai une malédiction semblable à celles que je lançais quand, rebelle, on me conduisait au cachot, et je refoulai une larme, semblable à celles qui m’échappèrent alors, quand personne ne pouvait les voir, à mesurer mon impuissance. Et je voyais bien que les hypocrites qui souhaitaient faire du monde une caserne et une prison, sont les mêmes, les mêmes qui, hier, dans les cachots, firent craquer nos os, à nous, des hommes - des hommes.
Casernes... bagnes..., vie indigne et misérable.
On ne nous a pas compris, et, parce qu’on ne pouvait pas nous comprendre, on ne nous a pas aimés. Nous avons combattu - maintenant les fausses modesties ne sont pas de mise, qui ne conduisent à rien -, nous avons combattu, je le répète, comme peu l’ont fait. Notre place a toujours été sur la première ligne de feu, pour la bonne raison que, dans notre secteur, depuis le premier jour, nous avons été les seuls.
Pour nous, il n’y eut jamais de relève ni..., ce qui a été pire encore, un mot gentil. Les uns comme les autres, les fascistes et les antifascistes, et jusqu’aux nôtres - quelle honte en avons-nous ressentie ! -, tous nous ont traités avec antipathie.
On ne nous a pas compris. ou, ce qui est le plus tragique à l’intérieur de cette tragédie que nous vivons, peut-être ne nous sommes-nous pas fait comprendre ; puisque nous, pour avoir porté sur nos épaules le poids de tous les mépris et de toutes les duretés de ceux qui furent dans la vie du côté de la hiérarchie, nous avons voulu vivre, même dans la guerre, une vie libertaire, tandis que les autres, pour leur malheur et pour le nôtre, ont suivi le char de l’Etat, en s’y attelant.
Cette incompréhension, qui nous a causé des peines immenses, a bordé notre chemin de malheurs ; et non seulement les fascistes, que nous traitons comme ils le méritent, ont pu voir en nous un péril, mais aussi bien ceux qui se nomment antifascistes et crient leur antifascisme jusqu’à s’enrouer. Cette haine qui fut construite autour de nous donna lieu à des affrontements douloureux, le pire de tous en ignominie, qui fait monter le dégoût à la bouche et porter la main au fusil, eut lieu en pleine ville de Valence, lorsque ouvrirent le feu sur nous d’« authentiques rouges antifascistes ». Alors... bah !... alors il nous faut conclure sur ce que maintenant la contre-révolution est en train de faire.
L’Histoire qui recueille tout le bien et tout le mal que les hommes accomplissent, parlera un jour.
Et alors l’Histoire dira que la Colonne de Fer fut peut-être la seule en Espagne qui eut une vision claire de ce que devait être notre Révolution. L’Histoire dira aussi que ce fut cette Colonne qui opposa la plus grande résistance à la militarisation. Et dira, en outre, que, parce qu’elle y résistait, il y eut des moments où elle fut totalement abandonnée à son sort, en plein front de la bataille, comme si une unité de six mille hommes, aguerris et résolus à vaincre ou mourir, devait être abandonnée à l’ennemi pour qu’il l’anéantisse.
Combien de choses dira l’Histoire, et combien de figures qui se croient glorieuses seront exécrées et maudites !
Notre résistance à la militarisation se trouvait fondée sur ce que nous connaissions des militaires. Notre résistance actuelle se fonde sur ce que nous connaissons actuellement des militaires.
Le militaire professionnel a constitué, maintenant comme toujours, ici comme en Russie, une caste. C’est elle qui commande ; aux autres, il ne doit rester rien de plus que l’obligation d’obéir. Le militaire professionnel hait de toutes ses forces, et d’autant plus s’il s’agit d’un compatriote, celui qu’il croit son inférieur.
J’ai moi-même vu - je regarde toujours les yeux des hommes - un officier trembler de rage ou de dégoût quand, m’adressant à lui, je l’ai tutoyé, et je connais des exemples, d’aujourd’hui, d’aujourd’hui même, de bataillons qui s’appellent prolétariens, dans lesquels le corps des officiers, qui a déjà oublié ses humbles origines, ne peut permettre - contre ceci il y a de sévères punitions - qu’un milicien les tutoie.
L’Armée « prolétarienne » ne demande pas une discipline qui pourrait être, somme toute, l’exécution des ordres de guerre ; elle demande la soumission, l’obéissance aveugle, l’anéantissement de la personnalité de l’homme.
La même chose, la même chose que lorsque hier j’étais à la caserne. La même chose, la même chose que lorsque plus tard j’étais au bagne.
Nous, dans les tranchées, nous vivions heureux. Certes, nous voyons tomber à côté de nous les camarades qui commencèrent avec nous cette guerre ; nous savons, de plus, qu’à tout instant une balle peut nous laisser étendus en plein champ - c’est la récompense qu’attend le révolutionnaire - ; mais nous vivions heureux. Nous mangions quand il y avait de quoi ; quand les vivres manquaient, nous jeûnions. Et tous contents. Pourquoi ? Parce que personne n’était supérieur à personne. Tous amis, tous camarades, tous guérilleros de la Révolution.
Le délégué de groupe ou de centurie ne nous était pas imposé, mais il était élu par nous-mêmes, et il ne se sentait pas lieutenant ou capitaine, mais camarade. Les délégués des comités de la Colonne ne furent jamais colonels ou généraux, mais camarades. Nous mangions ensemble, combattions ensemble, riions ou maudissions ensemble. Nous n’avons eu aucune solde pendant longtemps, et eux non plus n’eurent plus rien. Et puis nous avons touché dix pesetas, ils ont touché et ils touchent dix pesetas.
La seule chose que nous considérons, c’est leur capacité éprouvée, et c’est pour cela que nous les choisissons ; pour autant que leur valeur était confirmée, ils furent nos délégués. Il n’y a pas de hiérarchies, il n’y a pas de supériorités, il n’y a pas d’ordres sévères : il y a la sympathie, l’affection, la camaraderie ; vie heureuse au milieu des désastres de la guerre. Et ainsi, entre camarades, se disant que l’on combat à cause de quelque chose et pour quelque chose, la guerre plaît, et l’on va jusqu’à accepter avec plaisir la mort. Mais quand tu te retrouves chez les militaires, là où tout n’est qu’ordres et hiérarchies ; quand tu vois dans ta main la triste solde avec laquelle tu peux à peine soutenir la famille que tu as laissée derrière toi, et quand tu vois que le lieutenant, le capitaine, le commandant, le colonel, empochent trois, quatre, dix fois plus que toi, bien qu’ils n’aient ni plus d’enthousiasme, ni plus de connaissances, ni plus de bravoure que toi, la vie te devient amère, parce que tu vois bien que cela, ce n’est pas la Révolution, mais la façon dont un petit nombre tire profit d’une situation malheureuse, ce qui ne tourne qu’au détriment du peuple.
Je ne sais pas comment nous vivrons désormais. Je ne sais pas si nous pourrons nous habituer à entendre les paroles blessantes d’un caporal, d’un sergent ou d’un lieutenant. Je ne sais pas si, après nous être sentis pleinement des hommes, nous pourrons accepter d’être des animaux domestiques, car c’est à cela que conduit la discipline et c’est cela que représente la militarisation.
Il est sûr que nous ne le pourrons pas, il nous sera totalement impossible d’accepter le despotisme et les mauvais traitements, parce qu’il faudrait n’être guère un homme pour, ayant une arme dans la main, endurer paisiblement l’insulte ; pourtant nous avons des exemples inquiétants à propos de camarades qui, en étant militarisés, en sont arrivés à subir, comme une dalle de plomb, le poids des ordres qui émanent de gens le plus souvent ineptes, et toujours hostiles.
Nous croyions que nous étions en marche pour nous affranchir, pour nous sauver, et nous allons tombant dans cela même que nous combattons : dans le despotisme, dans le pouvoir des castes, dans l’autoritarisme le plus brutal et le plus aliénant.
Cependant le moment est grave. Ayant été pris - nous ne savons pas pourquoi, et si nous le savons, nous le taisons en ce moment - ; ayant été pris, je le répète, dans un piège, nous devons sortir de ce piège, nous en échapper, le mieux que nous pouvons, car enfin, de pièges, tout le champ s’est trouvé truffé.
Les militaristes, tous les militaristes - il y en a de furieux dans notre camp - nous ont cernés. Hier nous étions maîtres de tout, aujourd’hui c’est eux qui le sont. L’armée populaire, qui de populaire n’a que rien d’autre que le fait d’être recrutée dans le peuple, et c’est ce qui se passe toujours, n’appartient pas au peuple ; elle appartient au Gouvernement qui ordonne. Au peuple, il est simplement permis d’obéir, et l’on exige qu’il obéisse toujours.
Etant pris entre les mailles militaristes, nous n’avons plus de choix qu’entre deux chemins : le premier nous conduit à nous séparer, nous qui, jusqu’à ce jour, sommes camarades dans la lutte, en proclamant la dissolution de la Colonne de Fer ; le second nous conduit à la militarisation.
La Colonne, notre Colonne, ne doit pas se dissoudre. L’homogénéité qu’elle a toujours présentée a été admirable - je parle seulement pour nous, camarades - ; la camaraderie entre nous restera dans l’histoire de la Révolution espagnole comme un exemple ; la bravoure qui a paru dans cent combats aura pu être égalée dans cette lutte de héros, mais non surpassée. Depuis le premier jour, nous avons été des amis ; plus que des amis, des camarades, des frères. Nous séparer, nous en aller, ne plus nous revoir, ne plus ressentir, comme jusqu’ici, nos désirs de vaincre et de combattre, c’est impossible.
La Colonne, cette Colonne de Fer, qui depuis Valence jusqu’à Teruel a fait trembler les bourgeois et les fascistes, ne doit pas se dissoudre, mais continuer jusqu’à la fin.
Qui peut dire que d’autres, pour s’être militarisés, ont été dans les combats plus forts, plus hardis, plus généreux pour arroser de leur sang les champs de bataille ? Comme des frères qui défendent une noble cause, nous avons combattu ; comme des frères qui ont les mêmes idéaux, nous avons rêvé dans les tranchées ; comme des frères qui aspirent à un monde meilleur, nous sommes allés de l’avant avec notre courage. Dissoudre notre totalité homogène ? Jamais, camarades. Tant que nous restons une centurie, au combat. Tant qu’il reste un seul de nous, à la victoire.
Ce sera un moindre mal, quoique le mal soit grand d’avoir à accepter que quiconque, sans avoir été élu par nous, nous donne des ordres. Pourtant... être une colonne ou être un bataillon est presque indifférent. Ce qui ne nous est pas indifférent, c’est qu’on ne nous respecte pas.
Si nous restons, réunis, les mêmes individus que nous sommes en ce moment, que nous formions une colonne ou un bataillon, pour nous ce devrait être égal. Dans la lutte, nous n’aurons pas besoin de gens qui nous encouragent, au repos, nous n’aurons pas de gens qui nous interdisent de nous reposer, parce que nous n’y consentirons pas.
Le caporal, le sergent, le lieutenant, le capitaine, ou bien sont des nôtres, auquel cas nous serons tous camarades, ou bien seront nos ennemis, auquel cas il n’y aura qu’a les traiter en ennemis.
Colonne ou bataillon, pour nous, si nous le voulons, ce sera la même chose. Nous, hier, aujourd’hui et demain, nous serons toujours les guérilleros de la Révolution.
Ce qu’il nous adviendra dans la suite dépend de nous mêmes, de la cohésion qui existe entre nous. Personne ne nous imprimera son rythme, c’est nous qui l’imprimerons, afin de garder une attitude adaptée à ceux qui se trouveront à nos côtés.
Tenons compte d’une chose, camarades. Le combat exige que nous ne retirions pas de cette guerre nos bras ni notre enthousiasme. En une colonne, la nôtre, ou en un bataillon, le nôtre ; en une division ou en un bataillon qui ne seraient pas les nôtres, il nous faut combattre.
Si la Colonne est dissoute, si nous nous dispersons, ensuite, étant obligatoirement mobilisés, nous n’aurons plus qu’à aller où on nous l’ordonnera, et non avec ceux que nous avons choisis. Et comme nous ne sommes ni ne voulons être des bestioles domestiquées, il est bien possible que nous heurtions avec des gens que nous ne devrions pas heurter : avec ceux qui, que ce soit un mal ou un bien, sont nos alliés.
La Révolution, notre Révolution, cette Révolution prolétarienne et anarchiste, à laquelle depuis les premiers jours, nous avons offert des pages de gloire, nous requiert de ne pas abandonner les armes, et de ne pas non plus abandonner le noyau compact que jusqu’à présent nous avons constitué, quel que soit le nom dont on l’appelle : colonne, division ou bataillon.

Un « Incontrôlé » de la Colonne de Fer.

Comme il en est fait mention au début de ce texte publié en français sous le titre de « Protestation devant les libertaires du présent et du futur sur les capitulations de 1937 » celui-ci fut traduit de l’espagnol par deux « aficionados » sans qualités. Qui parait-il furent deux membres de l’Internationale Situationniste, l’un d’eux étant Guy Debord.

junio 10, 2007

VENCIDAS


Pasado comunista.

Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el periodo de transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo corresponde un periodo político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la Dictadura revolucionaria del proletariado.

Karl Marx

Critica al programa de Gotha, 1875

Pasado anarquista.

La libertad sin el socialismo

es el privilegio y la injusticia,

el socialismo sin la libertad

es la esclavitud y la barbarie.

Migaíl Bakunin

Estado y anarquia, 1873

Presente libertario.

¿Hasta cuando soportaremos

vuestro poder y nuestra servidumbre,

vuestra presencia y nuestra ausencia?

Movimiento por una estrella comunitaria socialista y libertaria

México, 2006



INSISTIENDO EN LO PRIMORDIAL con la ayuda de NIETZSCHE

NO EJERCER LA DOMINACION
NO TOLERAR LA SUMISION
Me resulta tan odioso seguir como guiar.

Nietzsche (la gaya ciencia)

INSISTER SUR LE PRIMORDIAL avec l'aide de NIETZSCHE

NE PAS EXERCER LA DOMINATION
NE PAS TOLERER LA SOUMISSION
Il m'est odieux de suivre autant que de guider.

Nietzsche (la gai savoir)