marzo 15, 2007

SERVIDUMBRE VOLUNTARIA



SI ELLOS MANDAN....

¡ES PORQUE TU OBEDECES!

Albert Camus

marzo 11, 2007

Baudrillard "EL ESPIRITU DEL TERRORISMO"




A MODO DE INTRODUCCION (a la lectura de Baudrillard).


Cuando en mi prima adolescencia (allá por el principio de los años 60) se conjugaban la apasionada lectura de los “grandes autores rusos” (Tolstói, Dostoïevski y Gógol) con mi sueño de vivir las angustias de la escritura, así como mi intenso sentimiento de rebelión libertaria con el descubrimiento del “movimiento anarquista”, germino en mi la idea de que el corazón de mi primera novela seria el terrorismo.

Pero para entonces mi romántica idea del terrorismo era la de los atentados justicieros contra los representantes del poder (por igual, presidentes de la Republica como reyes, emperadores o príncipes), los grandes capitanes de la industria y las finanzas, o los guardianes del orden (del general de cinco estrellas al simple policía de a pie).


El tiempo a pasado, por cobardía la (mi) realidad ha sido mas fuerte que los (mis) sueños, he empezado muchas novelas sin terminar ninguna... y el terrorismo ha dejado de ser un “romántico acto justiciero” contra quienes encarnan el poder para tornarse un acto, por naturaleza simbólico, consistiendo en la utilización de una "técnica destructiva" de la mayor envergadura posible (por el impacto tanto del numero de victimas como de la amplitud de su cobertura mediática) atentando contra la vida de individuos “inocentes”, con el objetivo de provocar en el seno de una determinada comunidad un intenso sentimiento de miedo, angustia, temor (terror en suma), generador de un sentimiento de total indefensión ante la posible perdida mayor; instaurando un “clima” favorable a la aceptación de una perdida comparativamente juzgada como menor; ensanchando así la posibilidad del ejercicio del poder a través del sometimiento de los cuerpos y las mentes... pero también, el consentimiento pasivo, la aprobación tácita, la resignación acrítica.


También deje la lectura de Dostoïevski por la de Baudrillard (lo propio cuando el actuar cede su lugar a la interpretación) y el reciénte fallecimiento de este me llevo a releer su texto “L’esprit du terrorisme” (publicado en el periódico francés "Le Monde" apenas unas cuantas semanas después del atentado del 11/09 contra el WTC), el cual, en mi opinión, es muy representativo de su pensamiento.


Así como Dostoïevski fue el “novelista” que mas aprecie, Baudrillard lo fue como “analista”, por lo que ahí les va una traducción de este artículo.

No se si esta traducción es buena o mala, pero es la única que tengo a la mano en este momento.

Por si acaso, al final de esta también les va la versión original en francés.




EL ESPIRITU DEL TERRORISMO.


De los acontecimientos mundiales que habíamos presenciado como la muerte de Lady Di o el Mundial de Fútbol, o acontecimientos violentos y reales como guerras y genocidios, ninguno había cobrado una envergadura simbólica global; es decir, ningún acontecimiento de difusión mundial había puesto en jaque a la globalización misma. A lo largo del estancamiento de los años noventa, lo que se impuso fue “la huelga de acontecimientos” (parafraseando al escritor argentino Macedonio Fernández). Pues bien, la huelga terminó. Los acontecimientos dejaron de estar en huelga. Nos hallamos frente a los atentados de Nueva York y del World Trade Center: el acontecimiento absoluto, la “madre” de los acontecimientos, el hecho puro que concentra en sí todos los que jamás ocurrieron.


Todo el juego de la historia y del poder ha sido afectado, así como los supuestos de su análisis. Pero hay que darse tiempo. Durante la parálisis de acontecimientos era necesario anticipárseles, ser más rápidos que ellos. En el momento en que se aceleran a esta escala, es necesario ir más lento, sin dejarse sepultar bajo el fárrago de los discursos y el humo de la guerra; y, sobre todo, preservar intacto el fulgor inolvidable de las imágenes.
Todos los discursos y los comentarios traicionan la gigantesca reacción frente al acontecimiento y frente a la fascinación que ejerce. La condena moral, la unión sagrada contra el terrorismo transcurren junto al júbilo prodigioso de ver la destrucción de la superpotencia mundial. Y mejor verla destruirse a sí misma, suicidarse bellamente. Es ella con su insoportable poder quien, infiltrándose en el mundo, ha sembrado la violencia y (sin saberlo) la imaginación terrorista que habita en todos nosotros.


Que algún día soñamos con ese acontecimiento, que cada uno sin excepción lo ha soñado, porque nadie puede no soñar con la destrucción de un poder que ha alcanzado tal grado de hegemonía, resulta inaceptable para la conciencia moral de Occidente. Pero es un hecho, y un hecho a la medida justa de la patética violencia de los discursos que quieren borrarlo.
En última instancia, son ellos quienes lo propiciaron, y nosotros los que lo quisimos. Si no tomamos esto en consideración, el acontecimiento pierde toda su dimensión simbólica, y se convierte en un accidente puro, un acto puramente arbitrario: el espectáculo asesino de unos fanáticos a los que bastaría con eliminar. Pero sabemos que no es así. De ahí el delirio contrafóbico de exorcizar el mal, que está ahí, por todas partes, como un oscuro objeto del deseo. Sin esa inconfesable complicidad, el acontecimiento no habría tenido la repercusión que tuvo; y en su estrategia simbólica los terroristas saben, sin duda, que pueden apostar a ella.


Esto rebasa por mucho el odio al poderío mundial que domina a los desheredados y los explotados, los que cayeron en el lado equivocado del orden global. Ese maligno deseo habita en el corazón de los que disfrutan de sus beneficios. La alergia a cualquier orden definitivo, a cualquier poder definitivo es afortunadamente universal, y las dos torres del World Trade Center encarnaban, perfectas en su gemelidad, precisamente ese orden definitivo.
No se requiere una pulsión de muerte o de destrucción, tampoco un efecto perverso. Resulta lógico e inexorable que el engrandecimiento del poder exacerbe la voluntad de destruirlo, también que sea cómplice de su propia destrucción. Cuando las torres se desmoronaron, daba la impresión de que respondían al suicidio de los aviones suicidas, suicidándose. Se ha dicho: “¡Dios mismo! No puede declararse la guerra.” Pues sí, Occidente, que ha tomado el lugar de Dios (de la divinidad todo poderosa y de la legitimidad moral absoluta), se convierte en suicida, y se declara la guerra a sí mismo. Las innumerables películas de catástrofes revelan esa fantasía que conjuran a través de la imagen, sumergiendo todo bajo los efectos especiales. Pero la atracción universal que ejercen, al igual que la pornografía, muestra que el paso al acto está siempre cerca; es la veleidad de rechazar un sistema que, de tan poderoso, se acerca a la perfección o a la omnipotencia.
De hecho, es probable que los terroristas (al igual que los expertos) no hayan previsto el hundimiento de las Twin Towers que cifró, más que el ataque al Pentágono, el shock simbólico contundente. El desmoronamiento simbólico del sistema fue el resultado de una complicidad imprevisible; como si desmoronándose ellas mismas, suicidándose, las torres hubieran entrado en el juego para rematar el acontecimiento. En cierto sentido, es el sistema entero el que contribuye, por su fragilidad interna, con el acto inicial.
Pero el sistema se concentra mundialmente, constituyendo al límite una red que se vuelve vulnerable en un solo punto (así, un hacker filipino logró, desde su computadora portátil, lanzar el virus I love you, que le dio la vuelta al mundo devastando redes enteras). Aquí son los dieciocho kamikazes quienes, gracias al arma absoluta de la muerte multiplicada por la eficiencia tecnológica, desencadenan un proceso catastrófico global.
Cuando el poder mundial monopoliza a tal grado la situación, cuando enfrentamos esta concentración desmedida de las funciones de la maquinaria tecnocrática y del pensamiento único, ¿qué otra vía existe sino la de una transferencia terrorista de la situación? Es el sistema mismo el que ha creado las condiciones objetivas para esa represalia brutal. Al guardarse todas las cartas en la mano, obliga al Otro a cambiar las reglas del juego. Y las nuevas reglas son despiadadas, porque la apuesta es despiadada. A un sistema cuyo exceso de poder plantea un desafío irremediable, los terroristas responden por medio de un acto definitorio, sin posibilidad de intercambio alguno. El terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreductible en el seno de un sistema de intercambio generalizado. Todas las singularidades (las especies, los individuos, las culturas) que pagaron con su muerte la emergencia de la circulación mundial –la cual ya obedece a un poder único–, hoy se vengan a través de esa transferencia terrorista de la situación.
Terror contra terror –no hay ninguna ideología detrás–. A partir de esto, nos hallamos más allá de la ideología y de la política. Ninguna ideología, ninguna causa, ni siquiera la islámica puede reivindicar la energía que alimenta al terror. No apunta ni siquiera a cambiar el mundo sino (como los herejes en su tiempo) a radicalizarlo a través del sacrificio; el mismo que el sistema pretende imponer por la fuerza.
Al igual que un virus, el terrorismo está en todos lados. Hay un goteo permanente de terrorismo en el mundo: es la sombra que proyecta todo sistema de dominación listo a despertar en cualquier lugar como un agente doble. Ya no existe una línea de demarcación que permita cercarlo. Se halla en el corazón mismo de la cultura que lo combate. Y la fractura visible (y el odio) que opone en el plano mundial a los explotados y los subdesarrollados con Occidente se une secretamente a la fractura interna del sistema dominante. Éste puede hacer frente a cualquier antagonismo visible. Pero contra ese otro antagonismo de estructura viral, contra esa forma de reversión casi automática de su propio poder, el sistema es impotente –como si todo aparato de dominación secretara su dispositivo de autodestrucción, su propio fermento de desaparición–. Y el terrorismo es la onda de choque de esa reversión silenciosa.
No se trata de un choque entre civilizaciones o religiones, sino de otro que sobrepasa con creces al Islam y a Estados Unidos, en los que pretendemos focalizar el conflicto para hacernos la ilusión de que existe un enfrentamiento visible y una solución por la fuerza. Se trata de un antagonismo fundamental que señala, a través del espectro de Norteamérica (que es quizás el epicentro de la globalización, pero que de ninguna manera representa toda su encarnación) y a través del espectro del Islam (que tampoco es la encarnación del terrorismo), la globalización triunfante enfrentada a sí misma. En este sentido, se puede hablar de una guerra mundial; no la tercera sino la cuarta y única verdaderamente mundial, pues lo que está en juego es la globalización misma. Las dos primeras guerras mundiales respondían a la imagen clásica de la guerra. La primera puso fin a la supremacía de Europa y a la era colonial. La segunda puso fin al nazismo. La tercera, que tuvo lugar bajo la forma de la Guerra Fría y la disuasión, puso fin al comunismo. De una a otra, nos hemos dirigido cada vez más hacia un orden mundial único, que hoy ha llegado virtualmente a su consumación. Un orden que se encuentra enfrentado a las fuerzas antagónicas diseminadas en el corazón mismo de lo mundial, en todas sus convulsiones actuales. Guerra fractal de todas las células, de todas las singularidades que se rebelan bajo la forma de anticuerpos. Enfrentamiento a tal punto inasible que cada cierto tiempo es necesario salvaguardar la idea de la guerra a través de puestas en escena espectaculares, como las de la Guerra del Golfo o la de Afganistán. Pero la Cuarta Guerra Mundial está en otra parte. Ella es la que inquieta a todo el orden mundial, a toda dominación hegemónica –si el Islam dominara al mundo, el terrorismo se levantaría en su contra–. El mundo mismo se resiste a la globalización.
El terrorismo es inmoral. El acontecimiento del World Trade Center, ese reto simbólico, es inmoral, y responde a una globalización que en sí misma es inmoral. Pues bien, seamos inmorales. Y si queremos comprender algo, miremos un poco mas allá del Bien y el Mal. Por primera vez, nos hallamos frente a un acontecimiento que desafía no sólo la moral sino toda forma de interpretación Tratemos de hacernos de la inteligencia del Mal.


El punto crucial está justo ahí: el contrasentido total de la filosofía occidental, la del Siglo de las Luces en cuanto a la relación entre el Bien y el Mal. Creemos ingenuamente que el progreso del Bien, su ascenso al poder en todos los ámbitos (ciencia, tecnología, democracia, derechos humanos), corresponde a una derrota del Mal. Nadie parece haber comprendido que el Bien y el Mal ascienden al poder al mismo tiempo, y siguen el mismo movimiento. El triunfo del primero no conlleva la desaparición del otro, sino al contrario. Al Mal lo consideramos, metafísicamente, como un error accidental. Pero ese axioma, del que se desprenden todas las formas maniqueas de la lucha entre el Bien y el Mal, es ilusorio. El Bien no reduce al Mal, ni a la inversa: son irreductibles el uno para (con) el otro, y su relación es inextricable. En el fondo, el Bien no podría darle jaque al Mal más que renunciando a ser el Bien, puesto que al adjudicarse el monopolio mundial del poder lleva consigo un efecto de retour de flamme de una violencia proporcional.


En el universo tradicional, existía un balance entre el Bien y el Mal, una relación dialéctica que aseguraba de algún modo la tensión y el equilibrio moral del universo –como en la Guerra Fría, donde el enfrentamiento de las grandes dos potencias aseguraba el equilibrio del terror, anulando la supremacía de una sobre la otra–. Este balance se quiebra a partir del momento en que se impone una extrapolación total del Bien (hegemonía de lo positivo sobre cualquier forma de negatividad, exclusión de la muerte y de toda fuerza adversa latente, triunfo de los valores del Bien en toda la extensión). A partir de ahí, se rompe el equilibrio, como si el Mal retomara una autonomía invisible, desarrollándose a partir de entonces en forma exponencial.


Toda proporción guardada, hay una semejanza con el orden político que se produjo a raíz de la desaparición del comunismo y del triunfo mundial del liberalismo. Ha surgido un enemigo fantástico, que se infiltra en el planeta como un virus, surgiendo de todos los intersticios del poder: el Islam. Pero el Islam no es sino el frente móvil, la cristalización de ese antagonismo, que está en todas partes y en cada uno de nosotros: terror contra terror pero terror asimétrico. Esta asimetría desarma por completo a la superpotencia mundial. Enfrentada a sí misma, no puede sino hundirse en su propia lógica de la correlación de fuerzas, sin capacidad alguna para jugar en el terreno del desafío simbólico y de la muerte, a los que ignora, pues los ha excluido de su propia cultura.


Hasta ahora, esta potencia integradora ha logrado absorber y reabsorber todas las crisis, toda negatividad. Con ello ha creado una situación profundamente desesperante (no sólo para los condenados de la tierra, sino también para el confort de los privilegiados). El acontecimiento fundamental es que los terroristas dejaron de suicidarse en vano al poner en juego, de manera ofensiva y eficaz, su propia muerte. Los guía una intuición estratégica simple: la inmensa fragilidad del adversario, la de un sistema que ha llegado casi a su perfección y que, de pronto, se vuelve vulnerable al más mínimo destello. Los terroristas lograron hacer de su propia muerte un arma contundente en contra de un sistema que vive de excluir la muerte, y cuyo ideal es: cero muertos. Todo sistema de cero muertos es un sistema de suma cero. Y cualquier medio de disuasión y destrucción resulta impotente contra un enemigo que ya ha hecho de la muerte un arma contraofensiva. “¡Qué importan los bombardeos norteamericanos! ¡Nuestros hombres tienen tantas ganas de morir como los americanos de vivir!” De ahí la desigualdad de las cuatro mil muertes infligidas de un solo golpe a un sistema de cero muertos.


Es así que se juega todo por la muerte. No sólo por la irrupción violenta, en directo, en tiempo real de la muerte, sino por la irrupción de una muerte más que real: simbólica, la muerte por sacrificio –es decir, el acontecimiento absoluto y definitivo–.


Tal es el espíritu del terrorismo.


Nunca atacar al sistema en términos de la correlación de fuerzas. Ése es el imaginario (revolucionario) que impone el sistema mismo, el cual sólo sobrevive obligando a sus adversarios a pelear en el terreno de la realidad, que siempre es su terreno. Y desplazar la lucha a la esfera de lo simbólico; ahí donde la regla es el desafío, la reversión, el frenesí. De tal manera que a la muerte no pueda respondérsele sino con una muerte igual o superior. Desafiar el sistema con un don al que no puede responder sino a través de su propia muerte y su propio desmoronamiento.


La hipótesis terrorista es que el sistema mismo se suicida como respuesta a los diversos desafíos de la muerte y del suicidio, puesto que ni el sistema ni el poder escapan a su condición simbólica –y sobre esa trampa descansa la posibilidad de su destrucción–. En ese ciclo vertiginoso del intercambio imposible de la muerte, la del terrorista representa un punto infinitesimal. Y no obstante provoca una aspiración, un vacío, una gigantesca onda. Alrededor de ese ínfimo punto, todo el sistema, el de lo real y el poder, se vuelve denso, se tetaniza, se repliega sobre sí mismo y se hunde en su propia eficacia.


La táctica del modelo terrorista consiste en provocar un exceso de realidad, y hacer que el sistema se desmorone bajo ese exceso. La ridiculez de la situación, así como la violencia que el poder moviliza, se tornan en su contra. Los actos terroristas son una lente de aumento de su propia violencia y, a la vez, un modelo de violencia simbólica que le está vedada, la única que no puede ejercer: la de su propia muerte. Por esto todo el poder visible es impotente frente a la muerte ínfima, pero simbólica, de unos cuantos individuos.


Hay que admitir la evidencia de que ha nacido un nuevo terrorismo, una nueva forma de actuar que juega el juego y se apropia de las reglas para manipularlas.


Esta gente no sólo lucha con armas desiguales, puesto que ponen en juego su propia muerte, la cual carece de respuestas (“son ruines”), sino que han hecho suyas las armas de la gran potencia. El dinero y la especulación en la Bolsa, las tecnologías informáticas y aeronáuticas, la dimensión espectacular y las redes mediáticas: han asimilado la modernidad y la globalización sin cambiar su rumbo, lo que implica destruirlas.


Para colmo de la malicia, utilizan incluso la banalidad de la vida cotidiana norteamericana como máscara y como doble juego: duermen en sus suburbios, leen y estudian en familia antes de despertar de un día para otro como bombas de efecto retardado. El conocimiento preciso, sin error, de esa clandestinidad tiene un efecto casi tan terrorista como el espectacular evento del 11 de septiembre. Arroja la sombra de la sospecha sobre cualquier individuo: ¿o no acaso cualquier ser inofensivo puede ser un terrorista en potencia? Si ellos lograron pasar desapercibidos, cualquiera de nosotros representa un criminal desapercibido (cada avión se convierte en sospechoso), y en el fondo es verdad. Quizá corresponde a una forma inconsciente de criminalidad potencial, disfrazada, y cuidadosamente reprimida, pero siempre susceptible, si no de resurgir al menos de vibrar secretamente frente al espectáculo del Mal. Así, el acontecimiento se ramifica hasta el detalle –propiciando un terrorismo mental aún más sutil–.


La gran diferencia es que los terroristas, al disponer de las armas del sistema, disponen de otra arma letal: su propia muerte. Si se conformaran con combatir el sistema mediante sus propias armas serían eliminados de inmediato. Si opusieran tan sólo su muerte, desaparecerían de la escena tan rápido como en cualquier sacrificio inútil –hasta ahora eso es lo que el terrorismo ha hecho casi siempre (como los atentados de los palestinos), y por lo que ha estado condenado al fracaso–.


Todo cambió a partir de esa unión entre los medios modernos disponibles y el arma mas simbólica; ésta multiplica infinitamente su potencial destructivo. Esa multiplicación de los factores (que nos parecen irreconciliables) es lo que les da semejante superioridad. Por el contrario, la estrategia de cero muertos, la guerra “limpia”, tecnológica, pasa precisamente del lado frente a esa transfiguración del poder “real” a través del poder simbólico.


El éxito prodigioso de un atentado como el del 11 de septiembre es un problema en sí. Y para comprender algo hay que desprenderse de la visión occidental, y advertir lo que sucede en la organización y la mente del terrorista. Una eficacia de tal grado supondría en nosotros una capacidad de cálculo, de racionalidad, que difícilmente podemos imaginar en otros. Y en caso de contar con esa capacidad, como cualquier organización racional o de servicios secretos, habría fugas y errores.


El éxito está en otra parte. La diferencia es que, en el caso del terrorismo, no se trata de un contrato laboral, sino de un pacto y de la obligación impuesta por el sacrificio. Una obligación como ésa se halla protegida frente a toda deserción o corrupción. El milagro reside en su capacidad para adaptarse a la red mundial, al protocolo técnico, sin renunciar a la complicidad con la vida y la muerte. De manera opuesta al contrato, el pacto no une individuos –ni siquiera su “suicidio” representa un acto de heroísmo individual–. Es un sacrificio colectivo sellado por una exigencia ideal –la conjugación de dos dispositivos: una estructura operativa y un pacto simbólico, lo que hace posible un acto de tal desmesura–.


No tenemos idea de lo que significa el cálculo simbólico, como en el póker o las máquinas traga monedas: apuesta mínima, resultado máximo. Es exactamente lo que lograron los terroristas con el atentado en Manhattan, e ilustra bastante bien la teoría del caos: un golpe inicial provoca consecuencias incalculables, mientras que el despliegue gigantesco de los norteamericanos (Tormenta del Desierto) no obtiene sino efectos insignificantes –por decirlo de alguna manera, el huracán termina en el aleteo de una mariposa–.


El suicida representaba un terrorismo de pobres; el de ahora es un terrorismo de ricos. Eso es lo que nos causa tanto miedo: que se hayan hecho ricos (poseen los medios para ello) sin dejar de desear nuestra ruina. Según nuestro sistema de valores, ellos hacen trampa: poner en juego la propia muerte no es correcto. Pero a ellos no les importa, y las nuevas reglas del juego ya no nos pertenecen.


Todo resulta útil para desacreditar sus actos. Llamarlos “suicidas” y “mártires”. Se agrega, de inmediato, que el martirio no prueba nada, que no tiene nada que ver con la verdad, y que incluso (citando a Nietzsche) es el principal enemigo de la verdad. Ciertamente, su muerte no prueba nada. Pero no hay nada que probar en un sistema en el que la verdad es inalcanzable –o es que ¿somos nosotros quiénes pretendemos ser los portadores de esa verdad?– Por otra parte, ese argumento notablemente moral se revierte. Si el mártir voluntario, el kamikaze, no prueba nada, entonces el mártir involuntario, la víctima del atentado, tampoco prueba nada; y hay algo de inconveniente y obsceno en hacer de ello un argumento moral (sin prejuzgar en absoluto su sufrimiento y su muerte).


Otro argumento de mala fe: los terroristas cambian su muerte por un lugar en el paraíso; su acto no es gratuito, por lo tanto no es auténtico. Sería gratuito sólo si ellos no creyeran en Dios, si la muerte no entrañara, como lo hace para nosotros, una esperanza (los mártires cristianos no esperaban otra cosa que esa sublime equivalencia). No pelean con las mismas armas. Mientras que ellos tienen derecho a la salvación, nosotros ni siquiera podemos albergar esa esperanza. Mientras que sólo nos queda el duelo de nuestra muerte, ellos pueden hacer con ella una apuesta ambiciosa.


En el fondo, todo esto –la causa, la prueba, la verdad, la recompensa, el fin y los medios– representa una forma de cálculo típicamente occidental. Incluso a la muerte la evaluamos con tazas de interés, en términos de calidad/precio. Cálculo económico de pobres, y de quienes ni siquiera tienen el valor de ponerle un precio.


¿Qué puede pasar –salvo la guerra, que no es mas que una pantalla de protección convencional?– Se habla de terrorismo biológico, de guerra bacteriológica o de terrorismo nuclear. Pero todo esto no pertenece al orden del desafío simbólico, sino al del aniquilamiento sin palabra, sin gloria, sin riesgo; al orden de la solución final. Resulta un contrasentido ver en el acto terrorista una lógica puramente destructiva. Me parece que sus actos, en los que la muerte va implícita (lo que precisamente la hace un acto simbólico), no buscan la eliminación impersonal del otro. Todo permanece en el terreno del desafío y el duelo, es decir, una relación dual, casi personal, con la potencia adversa. Es ella quien los ha humillado, y ella debe ser humillada y no simplemente exterminada. Es necesario degradarla. Esto jamás se logra con la fuerza bruta o la eliminación del otro. Debe apuntársele y herirla en la adversidad. Aparte del pacto que une a los terroristas, existe algo así como un pacto en el duelo con el adversario. Es exactamente lo contrario de la cobardía de la que se les acusa, y lo opuesto a lo que hicieron los norteamericanos en la Guerra del Golfo (y que repiten actualmente en Afganistán): objetivo invisible, liquidación operativa.


De estos sucesos quedan las imágenes por encima de todo. Debemos preservarlas, así como la fascinación que ejercen sobre nosotros, ya que ellas son, quiérase o no, la escena primigenia. Al mismo tiempo que radicalizaron la situación mundial, los acontecimientos de Nueva York han –habrán– radicalizado la relación entre la imagen y la realidad. Acostumbrados a ver una profusión continua de imágenes banales y una oleada de acontecimientos simulados, el acto terrorista de Nueva York resucita, a un mismo tiempo, la imagen y el acontecimiento.


Entre las armas que los terroristas lograron volver en contra del propio sistema, una de las que capitalizaron con mayor provecho fue el tiempo real de las imágenes, su difusión instantánea a nivel mundial; al igual que la especulación en la Bolsa, la información electrónica y la circulación aérea. El papel de la imagen es notablemente ambiguo. Al mismo tiempo que exalta el acontecimiento lo toma como rehén. Juega, de manera simultánea, a la multiplicación infinita, la diversión y la neutralización (así sucedió con los acontecimientos de 1968). La imagen consume al acontecimiento, en el sentido de que lo absorbe y lo ofrece al consumo.


En tanto acontecimiemto-imagen, le otorga un impacto hasta ahora inédito.


¿Qué queda del acontecimiento real si la imagen, la ficción, lo virtual se filtran por doquier en la realidad? En este caso, creímos ver (quizá con cierto alivio) un resurgimiento de lo real y de la violencia de lo real en un universo supuestamente virtual. “¡Se acabaron sus historias virtuales, esto es la realidad!” Asimismo, fuimos testigos de una resurrección de la historia más allá del fin que le fue anunciado. Pero, ¿la realidad rebasa la ficción? Si parece haberlo logrado, se debe a que absorbió su energía, y ella misma se convirtió en ficción. Casi podría decirse que la realidad siente celos de la ficción, lo real está celoso de la imagen… Se trata de una suerte de duelo entre ambos, entre quién resultará más inconcebible.


El desmoronamiento de las torres del World Trade Center es inimaginable, pero no es suficiente para hacer de él un acontecimiento real. Un incremento de la violencia no es suficiente para acceder a la realidad. La realidad es un principio, y ése es el principio que se ha perdido.
Realidad y ficción son inextricables; lo fascinante del atentado reside en la imagen (las consecuencias simultáneas de jubilo y catástrofe son en sí mismas imaginarias).


Es un caso en el que lo real se suma a la imagen como un excedente de terror, como algo más estremecedor. No sólo es aterrador sino que además es real. En lugar de que la violencia de lo real esté ahí y se sume al estremecimiento de la imagen, la imagen se halla antes que nada, y a ella se suma el estremecimiento de lo real. Algo así como una ficción que rebasa la ficción. Ballard (a partir de Borges) hablaba de reinventar lo real como una ficción más temible y más sublime.


Esa violencia terrorista no representa un retour de flamme de la realidad, no más que el de la historia. Esa violencia terrorista no es “real”. En cierto sentido es peor: es simbólica. La violencia en sí puede ser perfectamente banal e inofensiva. Sólo la violencia simbólica genera una singularidad. En ese acontecimiento, en la catastrófica película de Manhattan se conjugan, en su mayor expresión, los dos elementos que fascinan a las masas del siglo xx: la magia blanca del cine y la magia negra del terrorismo. La luz blanca de la imagen y la luz negra del terrorismo.


Después del shock intentamos extraer algún sentido, encontrar una interpretación; pero carece de él, y ese radicalismo, esa brutalidad del espectáculo es lo original y lo irreductible. El espectáculo del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo. Contra esa fascinación inmoral (incluso si desencadena una reacción moral universal) el orden político es impotente. Ése es nuestro teatro de la crueldad, el único que nos queda –extraordinario por cierto, ya que alcanza el punto más álgido de espectacularidad y desafío–. Al mismo tiempo, es el micromodelo fulgurante de un nudo de violencia real en una cámara de máxima resonancia –la forma más pura de lo espectacular–, y un modelo de sacrificio que opone al orden histórico y político la forma simbólica más pura del desafío.


Cualquier masacre les habría sido perdonada, si hubiera tenido sentido, si pudiera interpretarse como una violencia histórica –ése es el axioma moral de la buena violencia–. Cualquier forma de violencia les habría sido perdonada, si ésta no hubiera sido transmitida por los medios (“el terrorismo sin los medios no sería nada”). Pero es una ilusión. No existe el buen uso de los medios, ellos forman parte del acontecimiento, forman parte del terror y juegan en uno y otro bando.


El acto represivo sigue la misma espiral imprevisible del acto terrorista. Nadie sabe dónde va a detenerse ni los virajes que van a producirse. En el plano de las imágenes y de la información, no es posible distinguir entre lo espectacular y lo simbólico: imposible distinguir entre el “crimen” y la represión. Ese desencadenamiento incontrolable de la reversibilidad es la verdadera victoria del terrorismo. Victoria visible en las ramificaciones y la infiltración subterránea del acontecimiento –no sólo en la recesión económica directa, política, bursátil y financiera del conjunto del sistema, y en la recesión moral y psicológica que resulta de ella, sino también en la del sistema de valores, de toda ideología de la libertad, de la libre circulación, etc., que eran parte del orgullo del mundo occidental, y del que se valía para ejercer su influencia sobre los demás–.


La idea de la libertad, idea nueva y reciente, está en vías de extinguirse en las conciencias y en las costumbres. La globalización liberal está a punto de consumarse bajo la forma exactamente inversa: una mundialización policíaca, el control total, el terror de la seguridad. La ausencia de reglas desemboca en una escalada de obligaciones y restricciones equivalentes a las de una sociedad fundamentalista.


Disminución de la producción, del consumo, de la especulación, del crecimiento (¡pero ciertamente no de la corrupción!): todo sucede como si en el sistema mundial se operara un repliegue estratégico, una revisión desgarradora de sus valores –da la impresión de una reacción defensiva ante el impacto del terrorismo, pero en el fondo se trata de una respuesta a su disposiciones secretas–, regulación forzada como salida al desorden absoluto que, de alguna manera, se impone sobre sí mismo interiorizando su fracaso.


Otro aspecto de la victoria de los terroristas es que las demás formas de violencia y desestabilización juegan a favor suyo: terrorismo informático, biológico, el ántrax y el rumor. Todos le han sido imputados a Bin Laden, quien podría incluso reivindicar a su favor las catástrofes naturales. Todas las formas de desorganización y de circulación perversa le son útiles: hasta la estructura misma del intercambio mundial generalizado a favor de un intercambio imposible. Se trata de una suerte de escritura automática del terrorismo, (re)alimentada por el terrorismo involuntario de la información, con todas las consecuencias de pánico que resultan de ella. Si en toda esa historia del ántrax, la intoxicación ocurre por una cristalización instantánea, por el simple contacto entre una solución química y una molécula, ello significa que el sistema alcanzó un peso crítico que lo hace vulnerable a la más mínima agresión.


No existe una solución para una situación límite. No es de ninguna manera la guerra, que ofrece una situación conocida: la avalancha habitual de fuerzas militares, información fantasma, bombardeos inútiles, falsos y patéticos discursos, despliegue tecnológico e intoxicación. Al igual que en la guerra del Golfo: un no-acontecimiento, un acontecimiento que en realidad no tuvo lugar.


De hecho ahí está su razón de ser: sustituir un acontecimiento real y extraordinario, único e imprevisible, con un pseudo-acontecimiento repetitivo y ya conocido. El atentado terrorista corresponde a una precesión del acontecimiento en todos sus modelos de interpretación, mientras que la guerra estúpidamente militar y tecnológica corresponde, por el contrario, a una precesión del modelo sobre el acontecimiento, y por lo tanto, a una apuesta ficticia y a un no-lugar. La guerra como continuación de la ausencia de política con otros medios.


Jean Baudrillard

Traducción del francés de María Virginia Jaua-Alemán, para el N° 24 de la revista FRACTAL de enero-marzo del 2002.




L'ESPRIT DU TERRORISME.


Des événement mondiaux, nous en avions eu, de la mort de Diana au Mondial de football - ou des événements violents et réels, de guerres en génocides. Mais d'événement symbolique d'envergure mondiale, c'est-à-dire non seulement de diffusion mondiale, mais qui mette en échec la mondialisation elle-même, aucun. Tout au long de cette stagnation des années 1990, c'était la " grève des événements " (selon le mot de l'écrivain argentin Macedonio Fernandez). Eh bien, la grève est terminée. Les événements ont cessé de faire grève. Nous avons même affaire, avec les attentats de New York et du World Trade Center, à l'événement absolu, la " mère " des événements, à l'événement pur qui concentre en lui tous les événements qui n'ont jamais eu lieu.


Tout le jeu de l'histoire et de la puissance en est bouleversé, mais aussi les conditions de l'analyse. Il faut prendre son temps. Car tant que les événements stagnaient, il fallait anticiper et aller plus vite qu'eux. Lorsqu'ils accélèrent à ce point, il faut aller plus lentement. Sans pourtant se laisser ensevelir sous le fatras de discours et le nuage de la guerre, et tout en gardant intacte la fulgurance inoubliable des images.


Tous les discours et les commentaires trahissent une gigantesque abréaction à l'événement même et à la fascination qu'il exerce. La condamnation morale, l'union sacrée contre le terrorisme sont à la mesure de la jubilation prodigieuse de voir détruire cette superpuissance mondiale, mieux, de la voir en quelque sorte se détruire elle-même, se suicider en beauté. Car c'est elle qui, de par son insupportable puissance, a fomenté toute cette violence infuse de par le monde, et donc cette imagination terroriste (sans le savoir) qui nous habite tous.


Que nous ayons rêvé de cet événement, que tout le monde sans exception en ait rêvé, parce que nul ne peut ne pas rêver de la destruction de n'importe quelle puissance devenue à ce point hégémonique, cela est inacceptable pour la conscience morale occidentale, mais c'est pourtant un fait, et qui se mesure justement à la violence pathétique de tous les discours qui veulent l'effacer.
A la limite, c'est eux qui l'ont fait, mais c'est nous qui l'avons voulu. Si l'on ne tient pas compte de cela, l'événement perd toute dimension symbolique, c'est un accident pur, un acte purement arbitraire, la fantasmagorie meurtrière de quelques fanatiques, qu'il suffirait alors de supprimer. Or nous savons bien qu'il n'en est pas ainsi. De là tout le délire contre-phobique d'exorcisme du mal : c'est qu'il est là, partout, tel un obscur objet de désir. Sans cette complicité profonde, l'événement n'aurait pas le retentissement qu'il a eu, et dans leur stratégie symbolique, les terroristes savent sans doute qu'ils peuvent compter sur cette complicité inavouable.


Cela dépasse de loin la haine de la puissance mondiale dominante chez les déshérités et les exploités, chez ceux qui sont tombés du mauvais côté de l'ordre mondial. Ce malin désir est au coeur même de ceux qui en partagent les bénéfices. L'allergie à tout ordre définitif, à toute puissance définitive est heureusement universelle, et les deux tours du World Trade Center incarnaient parfaitement, dans leur gémellité justement, cet ordre définitif.


Pas besoin d'une pulsion de mort ou de destruction, ni même d'effet pervers. C'est très logiquement, et inexorablement, que la montée en puissance de la puissance exacerbe la volonté de la détruire. Et elle est complice de sa propre destruction. Quand les deux tours se sont effondrées, on avait l'impression qu'elles répondaient au suicide des avions- suicides par leur propre suicide. On a dit : " Dieu même ne peut se déclarer la guerre. " Eh bien si. L'Occident, en position de Dieu (de toute-puissance divine et de légitimité morale absolue) devient suicidaire et se déclare la guerre à lui-même.


Les innombrables films-catastrophes témoignent de ce phantasme, qu'ils conjurent évidemment par l'image en noyant tout cela sous les effets spéciaux. Mais l'attraction universelle qu'ils exercent, à l'égal de la pornographie, montre que le passage à l'acte est toujours proche - la velléité de dénégation de tout système étant d'autant plus forte qu'il se rapproche de la perfection ou de la toute-puissance.


Il est d'ailleurs vraisemblable que les terroristes (pas plus que les experts !) n'avaient prévu l'effondrement des Twin Towers, qui fut, bien plus que le Pentagone, le choc symbolique le plus fort. L'effondrement symbolique de tout un système s'est fait par une complicité imprévisible, comme si, en s'effondrant d'elles-mêmes, en se suicidant, les tours étaient entrées dans le jeu pour parachever l'événement.


Dans un sens, c'est le système entier qui, par sa fragilité interne, prête main-forte à l'action initiale. Plus le système se concentre mondialement, ne constituant à la limite qu'un seul réseau, plus il devient vulnérable en un seul point (déjà un seul petit hacker philippin avait réussi, du fond de son ordinateur portable, à lancer le virus I love you , qui avait fait le tour du monde en dévastant des réseaux entiers). Ici, ce sont dix-huit kamikazes qui, grâce à l'arme absolue de la mort, multipliée par l'efficience technologique, déclenchent un processus catastrophique global.


Quand la situation est ainsi monopolisée par la puissance mondiale, quand on a affaire à cette formidable condensation de toutes les fonctions par la machinerie technocratique et la pensée unique, quelle autre voie y a-t-il qu'un transfert terroriste de situation ? C'est le système lui-même qui a créé les conditions objectives de cette rétorsion brutale. En ramassant pour lui toutes les cartes, il force l'Autre à changer les règles du jeu. Et les nouvelles règles sont féroces, parce que l'enjeu est féroce. A un système dont l'excès de puissance même pose un défi insoluble, les terroristes répondent par un acte définitif dont l'échange lui aussi est impossible. Le terrorisme est l'acte qui restitue une singularité irréductible au coeur d'un système d'échange généralisé. Toutes les singularités (les espèces, les individus, les cultures) qui ont payé de leur mort l'installation d'une circulation mondiale régie par une seule puissance se vengent aujourd'hui par ce transfert terroriste de situation.


Terreur contre terreur - il n'y a plus d'idéologie derrière tout cela. On est désormais loin au-delà de l'idéologie et du politique. L'énergie qui alimente la terreur, aucune idéologie, aucune cause, pas même islamique, ne peut en rendre compte. Ça ne vise même plus à transformer le monde, ça vise (comme les hérésies en leur temps) à le radicaliser par le sacrifice, alors que le système vise à le réaliser par la force.


Le terrorisme, comme les virus, est partout. Il y a une perfusion mondiale du terrorisme, qui est comme l'ombre portée de tout système de domination, prêt partout à se réveiller comme un agent double. Il n'y a plus de ligne de démarcation qui permette de le cerner, il est au coeur même de cette culture qui le combat, et la fracture visible (et la haine) qui oppose sur le plan mondial les exploités et les sous-développés au monde occidental rejoint secrètement la fracture interne au système dominant. Celui-ci peut faire front à tout antagonisme visible. Mais l'autre, de structure virale - comme si tout appareil de domination sécrétait son antidispositif, son propre ferment de disparition -, contre cette forme de réversion presque automatique de sa propre puissance, le système ne peut rien. Et le terrorisme est l'onde de choc de cette réversion silencieuse.


Ce n'est donc pas un choc de civilisations ni de religions, et cela dépasse de loin l'islam et l'Amérique, sur lesquels on tente de focaliser le conflit pour se donner l'illusion d'un affrontement visible et d'une solution de force. Il s'agit bien d'un antagonisme fondamental, mais qui désigne, à travers le spectre de l'Amérique (qui est peut-être l'épicentre, mais pas du tout l'incarnation de la mondialisation à elle seule) et à travers le spectre de l'islam (qui lui non plus n'est pas l'incarnation du terrorisme), la mondialisation triomphante aux prises avec elle-même. Dans ce sens, on peut bien parler d'une guerre mondiale, non pas la troisième, mais la quatrième et la seule véritablement mondiale, puisqu'elle a pour enjeu la mondialisation elle-même. Les deux premières guerres mondiales répondaient à l'image classique de la guerre. La première a mis fin à la suprématie de l'Europe et de l'ère coloniale. La deuxième a mis fin au nazisme. La troisième, qui a bien eu lieu, sous forme de guerre froide et de dissuasion, a mis fin au communisme. De l'une à l'autre, on est allé chaque fois plus loin vers un ordre mondial unique. Aujourd'hui celui-ci, virtuellement parvenu à son terme, se trouve aux prises avec les forces antagonistes partout diffuses au coeur même du mondial, dans toutes les convulsions actuelles. Guerre fractale de toutes les cellules, de toutes les singularités qui se révoltent sous forme d'anticorps. Affrontement tellement insaisissable qu'il faut de temps en temps sauver l'idée de la guerre par des mises en scène spectaculaires, telles que celles du Golfe ou aujourd'hui celle d'Afghanistan. Mais la quatrième guerre mondiale est ailleurs. Elle est ce qui hante tout ordre mondial, toute domination hégémonique - si l'islam dominait le monde, le terrorisme se lèverait contre l'Islam. Car c'est le monde lui- même qui résiste à la mondialisation.


Le terrorisme est immoral. L'événement du World Trade Center, ce défi symbolique, est immoral, et il répond à une mondialisation qui est elle-même immorale. Alors soyons nous- même immoral et, si on veut y comprendre quelque chose, allons voir un peu au-delà du Bien et du Mal. Pour une fois qu'on a un événement qui défie non seulement la morale mais toute forme d'interprétation, essayons d'avoir l'intelligence du Mal. Le point crucial est là justement : dans le contresens total de la philosophie occidentale, celle des Lumières, quant au rapport du Bien et du Mal. Nous croyons naïvement que le progrès du Bien, sa montée en puissance dans tous les domaines (sciences, techniques, démocratie, droits de l'homme) correspond à une défaite du Mal. Personne ne semble avoir compris que le Bien et le Mal montent en puissance en même temps, et selon le même mouvement. Le triomphe de l'un n'entraîne pas l'effacement de l'autre, bien au contraire. On considère le Mal, métaphysiquement, comme une bavure accidentelle, mais cet axiome, d'où découlent toutes les formes manichéennes de lutte du Bien contre le Mal, est illusoire. Le Bien ne réduit pas le Mal, ni l'inverse d'ailleurs : ils sont à la fois irréductibles l'un à l'autre et leur relation est inextricable. Au fond, le Bien ne pourrait faire échec au Mal qu'en renonçant à être le Bien, puisque, en s'appropriant le monopole mondial de la puissance, il entraîne par là même un retour de flamme d'une violence proportionnelle.


Dans l'univers traditionnel, il y avait encore une balance du Bien et du Mal, selon une relation dialectique qui assurait vaille que vaille la tension et l'équilibre de l'univers moral - un peu comme dans la guerre froide le face-à-face des deux puissances assurait l'équilibre de la terreur. Donc pas de suprématie de l'un sur l'autre. Cette balance est rompue à partir du moment où il y a extrapolation totale du Bien (hégémonie du positif sur n'importe quelle forme de négativité, exclusion de la mort, de toute force adverse en puissance - triomphe des valeurs du Bien sur toute la ligne). A partir de là, l'équilibre est rompu, et c'est comme si le Mal reprenait alors une autonomie invisible, se développant désormais d'une façon exponentielle.


Toutes proportions gardées, c'est un peu ce qui s'est produit dans l'ordre politique avec l'effacement du communisme et le triomphe mondial de la puissance libérale : c'est alors que surgit un ennemi fantomatique, perfusant sur toute la planète, filtrant de partout comme un virus, surgissant de tous les interstices de la puissance. L'islam. Mais l'islam n'est que le front mouvant de cristallisation de cet antagonisme. Cet antagonisme est partout, et il est en chacun de nous. Donc, terreur contre terreur. Mais terreur asymétrique. Et c'est cette asymétrie qui laisse la toute-puissance mondiale complètement désarmée. Aux prises avec elle-même, elle ne peut que s'enfoncer dans sa propre logique de rapports de forces, sans pouvoir jouer sur le terrain du défi symbolique et de la mort, dont elle n'a plus aucune idée puisqu'elle l'a rayé de sa propre culture.


Jusqu'ici, cette puissance intégrante a largement réussi à absorber et à résorber toute crise, toute négativité, créant par là même une situation foncièrement désespérante (non seulement pour les damnés de la terre, mais pour les nantis et les privilégiés aussi, dans leur confort radical). L'événement fondamental, c'est que les terroristes ont cessé de se suicider en pure perte, c'est qu'ils mettent en jeu leur propre mort de façon offensive et efficace, selon une intuition stratégique qui est tout simplement celle de l'immense fragilité de l'adversaire, celle d'un système arrivé à sa quasi perfection, et du coup vulnérable à la moindre étincelle. Ils ont réussi à faire de leur propre mort une arme absolue contre un système qui vit de l'exclusion de la mort, dont l'idéal est celui du zéro mort. Tout système à zéro mort est un système à somme nulle. Et tous les moyens de dissuasion et de destruction ne peuvent rien contre un ennemi qui a déjà fait de sa mort une arme contre-offensive. " Qu'importe les bombardements américains ! Nos hommes ont autant envie de mourir que les Américains de vivre ! " D'où l'inéquivalence des 7 000 morts infligés d'un seul coup à un système zéro mort.


Ainsi donc, ici, tout se joue sur la mort, non seulement par l'irruption brutale de la mort en direct, en temps réel mais par l'irruption d'une mort bien plus que réelle : symbolique et sacrificielle - c'est-à-dire l'événement absolu et sans appel.


Tel est l'esprit du terrorisme.


Ne jamais attaquer le système en termes de rapports de forces. Ça, c'est l'imaginaire (révolutionnaire) qu'impose le système lui-même, qui ne survit que d'amener sans cesse ceux qui l'attaquent à se battre sur le terrain de la réalité, qui est pour toujours le sien. Mais déplacer la lutte dans la sphère symbolique, où la règle est celle du défi, de la réversion, de la surenchère. Telle qu'à la mort il ne puisse être répondu que par une mort égale ou supérieure. Défier le système par un don auquel il ne peut pas répondre sinon par sa propre mort et son propre effondrement.


L'hypothèse terroriste, c'est que le système lui-même se suicide en réponse aux défis multiples de la mort et du suicide. Car ni le système ni le pouvoir n'échappent eux-mêmes à l'obligation symbolique - et c'est sur ce piège que repose la seule chance de leur catastrophe. Dans ce cycle vertigineux de l'échange impossible de la mort, celle du terroriste est un point infinitésimal, mais qui provoque une aspiration, un vide, une convection gigantesques. Autour de ce point infime, tout le système, celui du réel et de la puissance, se densifie, se tétanise, se ramasse sur lui-même et s'abîme dans sa propre surefficacité.


La tactique du modèle terroriste est de provoquer un excès de réalité et de faire s'effondrer le système sous cet excès de réalité. Toute la dérision de la situation en même temps que la violence mobilisée du pouvoir se retournent contre lui, car les actes terroristes sont à la fois le miroir exorbitant de sa propre violence et le modèle d'une violence symbolique qui lui est interdite, de la seule violence qu'il ne puisse exercer : celle de sa propre mort.


C'est pourquoi toute la puissance visible ne peut rien contre la mort infime, mais symbolique, de quelques individus.


Il faut se rendre à l'évidence qu'est né un terrorisme nouveau, une forme d'action nouvelle qui joue le jeu et s'approprie les règles du jeu pour mieux le perturber. Non seulement ces gens-là ne luttent pas à armes égales, puisqu'ils mettent en jeu leur propre mort, à laquelle il n'y a pas de réponse possible ( " ce sont des lâches " ), mais ils se sont approprié toutes les armes de la puissance dominante. L'argent et la spéculation boursière, les technologies informatiques et aéronautiques, la dimension spectaculaire et les réseaux médiatiques : ils ont tout assimilé de la modernité et de la mondialité, sans changer de cap, qui est de la détruire.


Comble de ruse, ils ont même utilisé la banalité de la vie quotidienne américaine comme masque et double jeu. Dormant dans leurs banlieues, lisant et étudiant en famille, avant de se réveiller d'un jour à l'autre comme des bombes à retardement. La maîtrise sans faille de cette clandestinité est presque aussi terroriste que l'acte spectaculaire du 11 septembre. Car elle jette la suspicion sur n'importe quel individu : n'importe quel être inoffensif n'est-il pas un terroriste en puissance ? Si ceux-là ont pu passer inaperçus, alors chacun de nous est un criminel inaperçu (chaque avion devient lui aussi suspect), et au fond c'est peut-être vrai. Cela correspond peut-être bien à une forme inconsciente de criminalité potentielle, masquée, et soigneusement refoulée, mais toujours susceptible, sinon de resurgir, du moins de vibrer secrètement au spectacle du Mal. Ainsi l'événement se ramifie jusque dans le détail - source d'un terrorisme mental plus subtil encore.


La différence radicale, c'est que les terroristes, tout en disposant des armes qui sont celles du système, disposent en plus d'une arme fatale : leur propre mort. S'ils se contentaient de combattre le système avec ses propres armes, ils seraient immédiatement éliminés. S'ils ne lui opposaient que leur propre mort, ils disparaîtraient tout aussi vite dans un sacrifice inutile - ce que le terrorisme a presque toujours fait jusqu'ici (ainsi les attentats-suicides palestiniens) et pour quoi il était voué à l'échec.


Tout change dès lors qu'ils conjuguent tous les moyens modernes disponibles avec cette arme hautement symbolique. Celle-ci multiplie à l'infini le potentiel destructeur. C'est cette multiplication des facteurs (qui nous semblent à nous inconciliables) qui leur donne une telle supériorité. La stratégie du zéro mort, par contre, celle de la guerre " propre ", technologique, passe précisément à côté de cette transfiguration de la puissance " réelle " par la puissance symbolique.


La réussite prodigieuse d'un tel attentat fait problème, et pour y comprendre quelque chose il faut s'arracher à notre optique occidentale pour voir ce qui se passe dans leur organisation et dans la tête des terroristes. Une telle efficacité supposerait chez nous un maximum de calcul, de rationalité, que nous avons du mal à imaginer chez les autres. Et même dans ce cas, il y aurait toujours eu, comme dans n'importe quelle organisation rationnelle ou service secret, des fuites et des bavures.


Donc le secret d'une telle réussite est ailleurs. La différence est qu'il ne s'agit pas, chez eux, d'un contrat de travail, mais d'un pacte et d'une obligation sacrificielle. Une telle obligation est à l'abri de toute défection et de toute corruption. Le miracle est de s'être adapté au réseau mondial, au protocole technique, sans rien perdre de cette complicité à la vie et à la mort. A l'inverse du contrat, le pacte ne lie pas des individus - même leur " suicide " n'est pas de l'héroïsme individuel, c'est un acte sacrificiel collectif scellé par une exigence idéale. Et c'est la conjugaison de deux dispositifs, celui d'une structure opérationnelle et d'un pacte symbolique, qui a rendu possible un acte d'une telle démesure.


Nous n'avons plus aucune idée de ce qu'est un calcul symbolique, comme dans le poker ou le potlatch : enjeu minimal, résultat maximal. Exactement ce qu'ont obtenu les terroristes dans l'attentat de Manhattan, qui illustrerait assez bien la théorie du chaos : un choc initial provoquant des conséquences incalculables, alors que le déploiement gigantesque des Américains (" Tempête du désert ") n'obtient que des effets dérisoires - l'ouragan finissant pour ainsi dire dans un battement d'ailes de papillon.


Le terrorisme suicidaire était un terrorisme de pauvres, celui-ci est un terrorisme de riches. Et c'est cela qui nous fait particulièrement peur : c'est qu'ils sont devenus riches (ils en ont tous les moyens) sans cesser de vouloir nous perdre. Certes, selon notre système de valeurs, ils trichent : ce n'est pas de jeu de mettre en jeu sa propre mort. Mais ils n'en ont cure, et les nouvelles règles du jeu ne nous appartiennent plus.


Tout est bon pour déconsidérer leurs actes. Ainsi les traiter de " suicidaires " et de " martyrs ". Pour ajouter aussitôt que le martyre ne prouve rien, qu'il n'a rien à voir avec la vérité, qu'il est même (en citant Nietzsche) l'ennemi numéro un de la vérité. Certes, leur mort ne prouve rien, mais il n'y a rien à prouver dans un système où la vérité elle-même est insaisissable - ou bien est-ce nous qui prétendons la détenir ? D'autre part, cet argument hautement moral se renverse. Si le martyre volontaire des kamikazes ne prouve rien, alors le martyre involontaire des victimes de l'attentat ne prouve rien non plus, et il y a quelque chose d'inconvenant et d'obscène à en faire un argument moral (cela ne préjuge en rien leur souffrance et leur mort).


Autre argument de mauvaise foi : ces terroristes échangent leur mort contre une place au paradis. Leur acte n'est pas gratuit, donc il n'est pas authentique. Il ne serait gratuit que s'ils ne croyaient pas en Dieu, que si la mort était sans espoir, comme elle l'est pour nous (pourtant les martyrs chrétiens n'escomptaient rien d'autre que cette équivalence sublime). Donc, là encore, ils ne luttent pas à armes égales, puisqu'ils ont droit au salut, dont nous ne pouvons même plus entretenir l'espoir. Ainsi faisons-nous le deuil de notre mort, alors qu'eux peuvent en faire un enjeu de très haute définition.


Au fond, tout cela, la cause, la preuve, la vérité, la récompense, la fin et les moyens, c'est une forme de calcul typiquement occidental. Même la mort, nous l'évaluons en taux d'intérêt, en termes de rapport qualité/prix. Calcul économique qui est un calcul de pauvres et qui n'ont même plus le courage d'y mettre le prix.


Que peut-il se passer - hors la guerre, qui n'est elle-même qu'un écran de protection conventionnel ? On parle de bioterrorisme, de guerre bactériologique, ou de terrorisme nucléaire. Mais rien de tout cela n'est de l'ordre du défi symbolique, mais bien de l'anéantissement sans phrase, sans gloire, sans risque, de l'ordre de la solution finale.


Or c'est un contresens de voir dans l'action terroriste une logique purement destructrice. Il me semble que leur propre mort est inséparable de leur action (c'est justement ce qui en fait un acte symbolique), et non pas du tout l'élimination impersonnelle de l'autre. Tout est dans le défi et dans le duel, c'est-à-dire encore dans une relation duelle, personnelle, avec la puissance adverse. C'est elle qui vous a humiliés, c'est elle qui doit être humiliée. Et non pas simplement exterminée. Il faut lui faire perdre la face. Et cela on ne l'obtient jamais par la force pure et par la suppression de l'autre. Celui-ci doit être visé et meurtri en pleine adversité. En dehors du pacte qui lie les terroristes entre eux, il y a quelque chose d'un pacte duel avec l'adversaire. C'est donc exactement le contraire de la lâcheté dont on les accuse, et c'est exactement le contraire de ce que font par exemple les Américains dans la guerre du Golfe (et qu'ils sont en train de reprendre en Afghanistan) : cible invisible, liquidation opérationnelle.


De toutes ces péripéties nous gardons par-dessus tout la vision des images. Et nous devons garder cette prégnance des images, et leur fascination, car elles sont, qu'on le veuille ou non, notre scène primitive. Et les événements de New York auront, en même temps qu'ils ont radicalisé la situation mondiale, radicalisé le rapport de l'image à la réalité. Alors qu'on avait affaire à une profusion ininterrompue d'images banales et à un flot ininterrompu d'événements bidon, l'acte terroriste de New York ressuscite à la fois l'image et l'événement.


Entre autres armes du système qu'ils ont retournées contre lui, les terroristes ont exploité le temps réel des images, leur diffusion mondiale instantanée. Ils se la sont appropriée au même titre que la spéculation boursière, l'information électronique ou la circulation aérienne. Le rôle de l'image est hautement ambigu. Car en même temps qu'elle exalte l'événement, elle le prend en otage. Elle joue comme multiplication à l'infini, et en même temps comme diversion et neutralisation (ce fut déjà ainsi pour les événements de 1968). Ce qu'on oublie toujours quand on parle du " danger " des médias. L'image consomme l'événement, au sens où elle l'absorbe et le donne à consommer. Certes elle lui donne un impact inédit jusqu'ici, mais en tant qu'événement-image.


Qu'en est-il alors de l'événement réel, si partout l'image, la fiction, le virtuel perfusent dans la réalité ? Dans le cas présent, on a cru voir (avec un certain soulagement peut-être) une résurgence du réel et de la violence du réel dans un univers prétendument virtuel. " Finies toutes vos histoires de virtuel - ça, c'est du réel ! " De même, on a pu y voir une résurrection de l'histoire au-delà de sa fin annoncée. Mais la réalité dépasse-t-elle vraiment la fiction ? Si elle semble le faire, c'est qu'elle en a absorbé l'énergie, et qu'elle est elle-même devenue fiction. On pourrait presque dire que la réalité est jalouse de la fiction, que le réel est jaloux de l'image... C'est une sorte de duel entre eux, à qui sera le plus inimaginable.


L'effondrement des tours du Wold Trade Center est inimaginable, mais cela ne suffit pas à en faire un événement réel. Un surcroît de violence ne suffit pas à ouvrir sur la réalité. Car la réalité est un principe, et c'est ce principe qui est perdu. Réel et fiction sont inextricables, et la fascination de l'attentat est d'abord celle de l'image (les conséquences à la fois jubilatoires et catastrophiques en sont elles-mêmes largement imaginaires).


Dans ce cas donc, le réel s'ajoute à l'image comme une prime de terreur, comme un frisson en plus. Non seulement c'est terrifiant, mais en plus c'est réel. Plutôt que la violence du réel soit là d'abord, et que s'y ajoute le frisson de l'image, l'image est là d'abord, et il s'y ajoute le frisson du réel. Quelque chose comme une fiction de plus, une fiction dépassant la fiction. Ballard (après Borges) parlait ainsi de réinventer le réel comme l'ultime, et la plus redoutable fiction.


Cette violence terroriste n'est donc pas un retour de flamme de la réalité, pas plus que celui de l'histoire. Cette violence terroriste n'est pas " réelle ". Elle est pire, dans un sens : elle est symbolique. La violence en soi peut être parfaitement banale et inoffensive. Seule la violence symbolique est génératrice de singularité. Et dans cet événement singulier, dans ce film catastrophe de Manhattan se conjuguent au plus haut point les deux éléments de fascination de masse du XXe siècle : la magie blanche du cinéma, et la magie noire du terrorisme. La lumière blanche de l'image, et la lumière noire du terrorisme.


On cherche après coup à lui imposer n'importe quel sens, à lui trouver n'importe quelle interprétation. Mais il n'y en a pas, et c'est la radicalité du spectacle, la brutalité du spectacle qui seule est originale et irréductible. Le spectacle du terrorisme impose le terrorisme du spectacle. Et contre cette fascination immorale (même si elle déclenche une réaction morale universelle) l'ordre politique ne peut rien. C'est notre théâtre de la cruauté à nous, le seul qui nous reste - extraordinaire en ceci qu'il réunit le plus haut point du spectaculaire et le plus haut point du défi. C'est en même temps le micro-modèle fulgurant d'un noyau de violence réelle avec chambre d'écho maximale - donc la forme la plus pure du spectaculaire - et un modèle sacrificiel qui oppose à l'ordre historique et politique la forme symbolique la plus pure du défi.


N'importe quelle tuerie leur serait pardonnée, si elle avait un sens, si elle pouvait s'interpréter comme violence historique - tel est l'axiome moral de la bonne violence. N'importe quelle violence leur serait pardonnée, si elle n'était pas relayée par les médias ( " Le terrorisme ne serait rien sans les médias " ). Mais tout ceci est illusoire. Il n'y a pas de bon usage des médias, les médias font partie de l'événement, ils font partie de la terreur, et ils jouent dans l'un ou l'autre sens.


L'acte répressif parcourt la même spirale imprévisible que l'acte terroriste, nul ne sait où il va s'arrêter, et les retournements qui vont s'ensuivre. Pas de distinction possible, au niveau des images et de l'information, entre le spectaculaire et le symbolique, pas de distinction possible entre le " crime " et la répression. Et c'est ce déchaînement incontrôlable de la réversibilité qui est la véritable victoire du terrorisme. Victoire visible dans les ramifications et infiltrations souterraines de l'événement - non seulement dans la récession directe, économique, politique, boursière et financière, de l'ensemble du système, et dans la récession morale et psychologique qui en résulte, mais dans la récession du système de valeurs, de toute l'idéologie de liberté, de libre circulation, etc., qui faisait la fierté du monde occidental, et dont il se prévaut pour exercer son emprise sur le reste du monde.


Au point que l'idée de liberté, idée neuve et récente, est déjà en train de s'effacer des moeurs et des consciences, et que la mondialisation libérale est en train de se réaliser sous la forme exactement inverse : celle d'une mondialisation policière, d'un contrôle total, d'une terreur sécuritaire. La dérégulation finit dans un maximum de contraintes et de restrictions équivalant à celle d'une société fondamentaliste.


Fléchissement de la production, de la consommation, de la spéculation, de la croissance (mais certainement pas de la corruption !) : tout se passe comme si le système mondial opérait un repli stratégique, une révision déchirante de ses valeurs - en réaction défensive semble-t-il à l'impact du terrorisme, mais répondant au fond à ses injonctions secrètes - régulation forcée issue du désordre absolu, mais qu'il s'impose à lui-même, intériorisant en quelque sorte sa propre défaite.


Un autre aspect de la victoire des terroristes, c'est que toutes les autres formes de violence et de déstabilisation de l'ordre jouent en sa faveur : terrorisme informatique, terrorisme biologique, terrorisme de l'anthrax et de la rumeur, tout est imputé à Ben Laden. Il pourrait même revendiquer à son actif les catastrophes naturelles. Toutes les formes de désorganisation et de circulation perverse lui profitent. La structure même de l'échange mondial généralisé joue en faveur de l'échange impossible. C'est comme une écriture automatique du terrorisme, réalimentée par le terrorisme involontaire de l'information. Avec toutes les conséquences paniques qui en résultent : si, dans toute cette histoire d'anthrax, l'intoxication joue d'elle-même par cristallisation instantanée, comme une solution chimique au simple contact d'une molécule, c'est que tout le système a atteint une masse critique qui le rend vulnérable à n'importe quelle agression.


Il n'y a pas de solution à cette situation extrême, surtout pas la guerre, qui n'offre qu'une situation de déjà-vu, avec le même déluge de forces militaires, d'information fantôme, de matraquages inutiles, de discours fourbes et pathétiques, de déploiement technologique et d'intoxication. Bref, comme la guerre du Golfe, un non-événement, un événement qui n'a pas vraiment lieu.


C'est d'ailleurs là sa raison d'être : substituer à un véritable et formidable événement, unique et imprévisible, un pseudo-événement répétitif et déjà vu. L'attentat terroriste correspondait à une précession de l'événement sur tous les modèles d'interprétation, alors que cette guerre bêtement militaire et technologique correspond à l'inverse à une précession du modèle sur l'événement, donc à un enjeu factice et à un non-lieu. La guerre comme prolongement de l'absence de politique par d'autres moyens.


Jean Baudrillard

Texte paru dans « Le Monde » du 3 novembre 2001.

puis publié comme livre chez Galilée.