Esta
mañana, repentinamente, tuve la sensación, de hecho, la total certeza, de que
mi ser actual (no mi persona en tanto que cuerpo y mente viviendo mi
presencia/ausencia al mundo, que hago o no mío, sino en tanto que ínfima
partícula de la humanidad toda ocupando un cierto espacio/tiempo del universo)
estaba sometido a un tan riguroso control, que este me condenaba a mi próxima
desaparición.
La
certeza de que el extremo control que, al igual que tantos otros, padezco en
cada instante de mi vida, mediante la tecnología y la cultura desparramada por
la Silicon Valley (*), hace de mi persona un ser que pertenece a una
especie en vía de extinción.
Mientras
esto suceda… unos antes otros más tarde, unos sabiéndolo, otros sospechándolo y
la mayoría ignorándolo, todos -cada uno- dejaremos de ser (si es que alguna vez
lo fuimos) un “electrón libre” para ser el electrón que gira y gira sin cesar,
pero atrapado por la invencible fuerza que lo mantiene prisionero del núcleo
atómico al cual pertenece.
Eso
sí, convencido de que sigue siendo el centro de su universo, los demás
gravitando a su alrededor. La totalidad del “mundo social” girando alrededor de
el… cuando, sin saberlo, ya es parte de un mundo en el cual reina a sus anchas la
máxima “a cada individuo su mercancía y a cada mercancía su individuo”.
Su
existencia como mercancía… a la espera de su programada e ineludible extinción
en tanto que ser humano.
La
apariencia de lo opcional, la elección, la incitación… la realidad de la
obligatoriedad, la normalización, la presion.
La
real coerción detrás de la aparente persuasión.
La
sustitución del orden disciplinario por el del control… en el cual todo está
permitido, pero nada es posible. Todo puede ser refutado, nada subvertido.
(*)
Lo que el filósofo francés Eric Sadin nombra como “la siliconisación del mundo”
y “la vida algorítmica”, de una “humanidad aumentada” (títulos de tres de sus
libros.)
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