Todo el
mundo, con un poco de sentido común y medianamente informado, sabe (o por lo
menos sospecha) que el tan cacareado Estado de Derecho es solo una patraña, una
ficción desinada a dotar a quienes ejercen la dominación de un instrumento,
pretendidamente jurídico, para preservar su dominación por vías pretendidamente
pacíficas, recurriendo al legitimo uso de violencia, como último recurso.
De hecho,
el recurso al Estado de Derecho es el permanente uso, por los poderes
constituidos, de una violencia que, no solo se rehúsa a ser considerada como
tal, sino que encuentra su razón de ser como ultimo dique contra la inconformidad
de los sumisos y sometidos, la cual, esta si, es siempre considerada como una
violencia… una violación del sempiterno e intocable Estado de Derecho.
Uno de los
mas ilustrativos y aleccionadores hechos que ilustran esta falacia de un
supuesto Estado de Derecho es, sin duda, el uso que hace el Estado español del
poder judicial en lo que se conoce como el “proces” catalán.
A continuación,
me permito reproducir, tal cual un articulo de opinión, tratando este tema,
publicado este 3 de abril en el diario digital español PUBLICO.
De la dictadura franquista a la dictadura de los jueces.
Javier Segura
En las postrimerías del fascismo nacionalista,
católico y militar en España y de la vida de quien lo encarnó durante 40 años,
el militar africanista Francisco Franco, que se mantuvo en el poder hasta el
final “a Dios rogando y con las armas fusilando”, el grito por la amnistía y la
libertad de todos los presos políticos, encarcelados por su común oposición al
fascismo, resonó como un clamor coral de la ciudadanía social de todo el país,
consciente de que debía suponer la “primera piedra” en la reconquista de las
libertades democráticas. Cuarenta años después, durante los cuales las viejas
estructuras de poder de la Dictadura perviven en el Régimen del 78 (1), la
ofensiva represiva y antidemocrática impulsada por el Gobierno de M. Rajoy
contra el procès soberanista catalán en respuesta al referéndum del 1 de
Octubre y a la posterior declaración del Parlament en favor de la Republica
catalana, ha supuesto la implantación de un auténtico marco político de
excepción en Catalunya, diseñado a conciencia, desde el principio, para
desmantelar la capacidad de autogobierno de la Generalitat y, de paso, excluir
al nacionalismo cívico catalán como opción política real.
En este proceso, las pasadas
elecciones del 21 de Diciembre, pensadas para que ganara el “bloque del 155”
(Ciudadanos, PSOE y PP) y a las que los partidos políticos soberanistas
concurrieron con el veto previo del “tripartito” al cumplimiento de sus programas
en caso de obtener el respaldo mayoritario de la ciudadanía, han constituido
una verdadera afrenta democrática. El Gobierno del PP, con M. Rajoy al frente,
pretendía guardar las apariencias de una democracia liberal y dejó en evidencia
su falta de cultura democrática. ¿Desde cuándo en democracia son válidas unas
elecciones sólo si el resultado es favorable a quien las convoca?
Hasta el momento, el soberanismo
catalán ha pagado con la prisión y el exilio de sus líderes más visibles la
negligencia del Gobierno de M. Rajoy de no entender otro lenguaje que el del
engaño y la mano dura, un arma de doble filo, y convertir un problema, que sólo
puede resolverse de forma creativa en el ámbito de la política entre iguales,
en un asunto judicial para, de esta forma, esconder sus responsabilidades tras
el manto de la invocación eufemística a la independencia de los jueces en
un Estado de Derecho. ¡Pura hipocresía!
Sin duda, la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Saez de Santamaría, debió ver
cumplido su sueño de descabezar el “independentismo” catalán, explícitado por
ella misma tras la destitución del Govern y la disolución del Parlament, con
las detenciones añadidas del pasado 24 de Marzo de Jordi Turull, ex-candidato a
la presidencia de la Generalitat, Carmen
Forcadell, expresidenta del Parlament, y los exconsellers Raül Romeva, Josep
Rull y Dolors Bassa, fruto de los autos delirantes del juez Pablo Llarena, y,
sobre todo, con el ingreso al día siguiente en una prisión alemana de Carles Puigdemont, presidente legítimo de la
Generalitat, detenido por el CNI, organismo dependiente de Vicepresidencia del
Gobierno. ¡Caza de brujas!
Además, parece que los tiempos
que se avecinan son de “suma y sigue”. En el momento de escribir estas líneas,
aún está por ver, entre las numerosas causas judiciales aún abiertas, qué
ocurre con el mayor de los Mossos d’Escuadra, Josep Lluis Trapero, o con los
712 alcaldes que fueron interrogados antes del 1 de octubre por su
predisposición a ceder espacios municipales para el desarrollo del referéndum
soberanista.
No, no es un asunto de orden
público o delincuencia común, como pretenden hacer creer los “carceleros”. Lo
que ocurre es que el Gobierno de M. Rajoy no está dispuesto a pagar el coste
que le supondría reconocer la existencia, bajo su jurisdicción, de persecución
política y, por tanto, de presos políticos, algo que contraviene los pactos y
tratados internacionales sobre derechos humanos, y prefiere “quitarse el muerto
de encima” delegando su responsabilidad política en los jueces, para que sean
éstos los que se saquen de la chistera delitos, como el de sedición y rebelión,
entre otros, que permitan tratar a los
encausados como presos comunes o como “políticos presos”, con objeto de
legitimar la escalada represiva, pensada para conseguir la capitulación del
soberanismo catalán y eliminar los puentes del diálogo político. Es evidente
que en esta situación de total asimetría entre quienes defienden el derecho a
decidir sobre la autodeterminación de Catalunya y quienes los persiguen en los
tribunales, todo llamamiento al diálogo como sustituto de la fuerza, como se plantea
desde gran parte del progresismo, sin duda con buenas intenciones, supone, en
la práctica, la concesión del privilegio de veto al Estado español. Quien usa
la fuerza no tiene el más mínimo interés en dialogar, sino en mantener los
privilegios articulados en torno al Estado unitario (2) Es evidente que frente
a este prohibicionismo, la declaración unilateral de independencia era la vía
más adecuada para equilibrar la correlación de fuerzas. Ahora, el protagonismo
adquirido por los CDR (Comités de Defensa de la República) han situado el
procès en una nueva fase de resistencia popular.
Todo ello obedece a un proceso
histórico en el que el tránsito del legalismo franquista al reformismo
democrático, cristalizado en el Régimen del 78, ha supuesto la conservación de
prácticas totalitarias propias de la Dictadura en el sistema judicial que, bajo
el mandato del PP, deriva hacia un auténtico “gobierno de los jueces” en la
sombra (3). Y es, precisamente, este modelo de poder, en el que el ensañamiento
político ocupa el lugar de la independencia judicial, el que deja las puertas
abiertas a toda suerte de interpretaciones sesgadas, arbitrariedades y
prevaricaciones para imponer la ley del más fuerte, bajo la falsa neutralidad
del imperio de la ley. ¿Por qué hay que atribuir a los jueces el don de la
infalibilidad cuando el acceso a la judicatura se obtiene, como en el resto de
las profesiones, por concurso-oposición?
En este contexto, constituye un
auténtico atropello a la democracia y a los derechos humanos que dirigentes
políticos y sociales del soberanismo catalán se encuentren en prisión
preventiva sin juicio por delitos que no cometieron. Sólo desde un
contorsionismo jurídico que roza el esperpento puede equipararse la
movilización popular pacífica en defensa del derecho a decidir en referéndum y
la declaración de independencia aprobada por el Parlament, un acto de
reafirmación política del veredicto de las urnas, una vez cerrada toda vía de
diálogo por el Gobierno de M. Rajoy, con un “alzamiento tumultuoso” (sedición)
o un “alzamiento violento” (rebelión) (4), equiparándolo con un golpe de Estado
contra la soberanía popular. Algo tan absurdo como como asociar la petición de
divorcio de una mujer a un golpe de mano para imponer la soledad al cónyuge.
Enfin, el victimismo del verdugo.
Más allá del Gobierno de M.
Rajoy, este cerco político-judicial al procès soberanista catalán está
firmemente amparado en el cierre de filas de los aparatos del Estado, las
cúpulas de los partidos autodefinidos como constitucionalistas, PP, PSOE y
Ciudadanos, las élites empresariales del IBEX35 y las grandes plataformas
mediáticas, donde campan a sus anchas los charlatanes de “la Caverna”, en torno
a un mensaje único. Según este discurso unidireccional, la “unidad de España”,
eufemismo con el que se pretende confundir la unidad política y territorial del
Estado con la unión entre españoles, es lo que prima por encima de las voces
disidentes y críticas a este paradigma heredado de la Dictadura franquista (5).
Un auténtico complot, sin el más mínimo escrúpulo para articular un relato difamatorio en el que la ausencia de ideas se
suple con acusaciones disparatadas, como las que asocian el derecho a la
autodeterminación a un delito, las que sacan a relucir comparaciones delirantes
de Carles Puigdemont con Hitler y del soberanismo en su conjunto con el
nazismo, cuando no con ETA, las que atribuyen a los colegios catalanes e
institutos una maniobra preconcebida para inculcar el odio a España o las que
vinculan la posibilidad de una Catalunya independiente al caos. Una afrenta al
derecho de la ciudadanía a disponer de informaciones veraces.
Pero quizás, la acusación más
recurrente contra el soberanismo catalán es aquella que lo asocia con el deseo
de “romper España” sirviéndose para ello de un concepto vacío, de profundas
resonancias franquistas: el separatismo. Es falso. ¿Desde cuándo la construcción
de un Estado independiente, apoyado en la legítima aspiración de una comunidad
que, mayoritariamente, se siente nación, a tener sus propias instituciones, su
agencia tributaria o su selección de futbol, es un obstáculo para el
entendimiento político y las relaciones fraternales entre los pueblos? ¿Por qué
no lo explican sin recurrir a la vieja mística de la ley como algo que se
mantiene inquebrantable por encima de la voluntad social? En realidad, el
nacionalismo de estado español no tiene respuesta. La razón es que el rechazo
al soberanismo cívico catalán no se basa en que éste pueda “romper España”. Más
bien, lo que ocurre es que, sin el discurso del peligro de que España se rompa,
las élites del nacionalismo español perderían su legitimidad y sus acciones
coercitivas se verían como un latrocinio. ¡Pura manipulación!
Todo este conjunto de
tergiversaciones, difamaciones y sanciones penales van más allá de la cuestión
catalana y pone en cuestión los límites de una democracia en caída libre, desde
hace una década, hacia un régimen oligárquico que se congratula, por boca de
sus mandarines, de no perseguir a nadie “por sus ideas”, ¡estaría bueno!, pero
que no permite que tales ideas, articuladas en proyectos políticos, se puedan
implementar de manera efectiva en la realidad si chocan abiertamente con los
intereses de las élites privilegiadas en el statu quo. Es algo sobre lo que
deberían reflexionar las fuerzas progresistas que pretendan desarrollar
políticas sociales o económicas en favor de los derechos de ciudadanía que, de
verdad, transgredan los límites de lo que las élites consideran como sus
intereses intocables. Estas élites no toleran “excesos democráticos”, ni en el
terreno de los derechos sociales ni en el de los derechos nacionales, ambos totalmente
conectados. En el cambio hacia un mundo mejor, la solidaridad se impone.
En este régimen, en el que las
grandes corporaciones empresariales y financieras gobiernan la economía, el
“gobierno de los jueces” se manifiesta de manera evidente en la evolución
restrictiva de los derechos y libertades, con más vigilancia, más medidas
sancionadoras, más intervenciones policiales abusivas y menos garantías
judiciales, con el fin de controlar la discrepancia y castigar la disidencia de
personas y colectivos progresistas. Y, mientras, la Dictadura franquista sigue
impune, por obra y gracia de un Gobierno de ineptos e hipócritas.
Volviendo a la cuestión catalana:
La razón ha de imponerse sobre el tufo a naftalina política. Y es la razón,
asentada en la libertad de pensamiento y el análisis objetivo o, al menos,
objetivable de la realidad, la que permite concluir que los dirigentes
soberanistas catalanes que abandonaron Catalunya son exiliados políticos, que
los dirigentes catalanes presos, a quienes se ha expoliado sus derechos
políticos al estar en prisión preventiva sin juicio por delitos que no han
cometido, son presos políticos. En un país con un pasado dictatorial de 40
años, donde los derechos humanos, entre ellos los derechos nacionales, fueron
sistemáticamente mancillados, debería haber una reacción contundente, en
particular de las fuerzas progresistas, reclamando la libertad de los presos
políticos, la vuelta de las personas exiliadas y la anulación de todos los
procedimientos judiciales en marcha contra el soberanismo catalán dentro de un
proyecto solidario de recuperación de la salud democrática en todo el país.
¡Sin miedo!
Desde alicante, un abrazo
fraternal a la ciudadanía catalana que ha abierto tantos puentes a la
democracia en España. También, por extensión, a todos/as los que han sufrido
este intolerable gobierno judicial.
NOTAS
(1) Véase mi artículo: “Nacionalismo español y
adoctrinamiento ideológico” en Público: 5-3-18
(2) Véase mi artículo: “Estado unitario y neoliberal español
contra la soberanía democrática” en Público: 29-12-17
(3) Algunos datos sobre la politización del Poder Judicial:
La clave del procès soberanista catalán está en la
impugnación en 2010 por el Tribunal Constitucional, a instancias del Partido
Popular, del Estatuto de Catalunya de 2006, aprobado por los parlamentos
catalán y español y refrendado por el 74% de los votantes de Catalunya.
Aprovechando la mayoría absoluta en las Cortes, el Gobierno
de M. Rajoy reformó la ley para otorgar al Tribunal Constitucional competencias
sancionadoras propias del poder ejecutivo, como la suspensión en sus funciones
de los cargos que rehusaran cumplir sus sentencias. El objetivo real: dinamitar el procès soberanista.
El órgano de gobierno de todos los jueces es el Consejo
General del Poder Judicial. Tiene 21 miembros. Pero ninguno de ellos lo eligen
los jueces. Todos sin excepción, son nombrados por el Congreso y el Senado, en
la práctica, por los dos grandes partidos, PP y el PSOE. El control del Consejo
permite controlar también los nombramientos, entre otros, de los magistrados
del Tribunal Supremo o los presidentes de los tribunales superiores de
Justicia.
(4) Recordar, en este sentido, que en relación con los demás
delitos que se imputan, los de desobediencia y prevaricación no conllevan penas
de cárcel y el de malversación excluye la prisión preventiva por riesgo de
fuga. Salta a la vista que mantener en prisión preventiva a los líderes
catalanes es prevaricación.
(5) Nada como las propias palabras del ex-rey Juan Carlos en
una entrevista a una televisión francesa en la que desveló el encargo que
Franco le hiciera, “cogiéndole la mano” en el lecho de muerte: “Alteza, lo
único que le pido es que preserve la unidad de España”.
Nota adicional: Parece
mentira. Quienes han desatado esta “cruzada” no tienen el más mínimo rubor en
utilizar la figura del “preso político” en otro país, léase Venezuela, como
arma arrojadiza para desacreditar a los adversarios políticos. Y, en 2006, el
Gobierno de M. Rajoy recogió firmas por todo el Estado en favor de un
referéndum contrario a la ley constitucional. ¿Se puede ser mas cutre?
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