abril 12, 2018

Del uso y abuso del concepto de terrorismo por el Estado y sus instituciones.



Si hace unos diez días, aprovechando la actualidad del “Proces” catalán, publique una entrada ejemplificando la falacia del estado de derecho, hoy este mismo Proces, mediante la reproducción de dos tribunas publicadas en la página web española “ctxt”, me da la oportunidad de retomar esta temática, desde otro, y complementario, ángulo, el de la utilización del concepto de “terrorismo” por parte del Estado (español en este caso, pero valido para cualquier Estado) como medio de represión contra quienes, haciendo uso de sus derechos constitucionales, tienen la osadía de disentir y protestar contra ciertas ¿políticas? llevadas a cabo por este mismo Estado, que supuestamente tiene la obligación de hacer respetar la Constitución… respetándola y no violándola.

He aquí las dos tribunas:

Terrorismo, rebelión y el derecho a protestar

El estrechamiento evidente de las libertades públicas y de los derechos civiles, así como el uso constante de una justicia excepcional, están convirtiendo a este país en una democracia autoritaria al estilo turco

Beatriz Gimeno.




Del hecho de que pretendan imputar por terrorismo a varias personas vinculadas a los CDR impresionan varias cosas. Personalmente me impresiona mucho el hecho de que yo misma, como millones de personas en este país, he hecho a lo largo de mi vida cosas muy parecidas a esas; que las han hecho amigas y amigos, compañeros de organización; que mi propio hijo las ha hecho y las sigue haciendo. He hecho cosas así desde que tengo uso de razón política y lo he hecho en momentos mucho más convulsos que los actuales, con el terrorismo de ETA matando a decenas de personas al año y con la extrema derecha matando a gente también. He participado en decenas de manifestaciones desde mi adolescencia con saltos por toda la ciudad, y algunas de ellas han terminado en la quema de contenedores o lunas rotas; he ocupado un par de veces sedes de organismos oficiales y he participado en el corte de muchas calles en muchas manifestaciones. También he participado, desde luego, en varios piquetes de huelga. En cualquier democracia hay decenas, a veces cientos, de manifestaciones al año y algunas de ellas terminan en desórdenes públicos que se resuelven de manera proporcional tanto policial como penalmente. En una democracia, las actuaciones vinculadas a las protestas así como la contención o represión de las mismas son, o deben ser, siempre proporcionales y deben estar diseñadas para tratar de preservar, además, uno de los derechos fundamentales: el derecho a la protesta política. Y atravesamos lo peor del páramo del terrorismo utilizando los instrumentos de un estado democrático y de derecho (excepción hecha del GAL y de los últimos años).

Y LLEGÓ LA PERVERSIÓN DEL DELITO DE ODIO UTILIZADO CONTRA QUIENES DEFIENDEN A LAS MINORÍAS O INCLUSO CONTRA ESTAS PROPIAS MINORÍAS

Pero fue terminarse el terrorismo de ETA, y PP, PSOE y C’s se apresuraron a firmar un pacto, y a consensuar distintas reformas del Código Penal, que han ido criminalizando la protesta política y que ha dado estatuto de terrorismo a los “desórdenes públicos”. (También se aprobó la prisión permanente revisable en el pack). Lo que estos partidos firmaron fue una definición de terrorismo para cuando ya no había terrorismo y era por tanto necesario crear otros “enemigos de la democracia” a los que se quisiera señalar, un poco según convenga a quien gobierne.  Y cuando llegaron los recortes y las protestas, llegaron las multas por manifestarse, las multas por acudir a manifestaciones, y la cárcel por un tuit o por hacer canciones. Y llegó la perversión del delito de odio utilizado contra quienes defienden a las minorías o incluso contra estas propias minorías. El estrechamiento evidente de las libertades públicas, de la libertad de expresión, de los derechos civiles, así como el uso constante de una justicia excepcional, están convirtiendo este país en una democracia autoritaria al estilo turco; y resulta impresionante vivir esa deriva, comprobar cómo nos vamos deslizando hacia ese momento en el que algo que hace nada era propio de países de larga tradición democrática, como las protestas políticas (algunas de las cuales terminan en algarada o desorden), ahora se han convertido en  terrorismo.

Gracias a esas leyes, unos chicos que se pelearon a golpes en un bar en Alsasua han acabado en la cárcel con amenaza de pasar en ella el resto de sus vidas mientras la prisión provisional, que debe ser excepcional y no una condena previa, se está usando como castigo, sin juicio, sin condena; otra anormalidad propia de un régimen poco democrático. Yo no era terrorista entonces, cuando me manifestaba u ocupaba un edificio en medio de una protesta estudiantil, ni lo son ahora quienes hacen lo mismo. Es la democracia la que ha enflaquecido, las protestas no son más violentas ni más peligrosas. Y eso que siempre hemos dado por hecho, el derecho a la protesta política ya no está asegurado. Impresiona estar viviendo ese momento que responde a una pregunta que puede que nos hagamos dentro de algunos años: ¿cómo fue posible? 

Para cualquier democracia consolidada, la protesta política es un derecho democrático a proteger y no un delito. Y la protesta incluye la posibilidad de criticar al Estado, a los aparatos del Estado o a las instituciones, así como de manifestarse contra ellos. Recordemos que el delito de rebelión consiste, en todas las democracias, en alzarse violentamente contra el orden democrático (lo que hizo Franco, lo que hizo Tejero) ese que protege, entre otras cosas,  la protesta, las huelgas y las manifestaciones, la desobediencia…, cosas estas proscritas, precisamente, en los regímenes autoritarios… España, con el gobierno del PP y con la inestimable ayuda del PSOE y Ciudadanos, se encamina con paso firme a convertirse en una democracia de la que, si seguimos así, sólo van a quedar los huesos, es decir, la posibilidad de meter un voto en una urna cada cuatro años.

Cortar carreteras, levantar la barrera de un peaje o quemar ruedas o un contenedor serán actos vandálicos o desórdenes; son delitos, pero no es terrorismo. Si convocar manifestaciones que terminan con quemas de neumáticos es igual que poner una bomba, entonces podemos asegurar que quienes nos gobiernan hacen un uso repugnante de las víctimas del terrorismo (siempre lo han hecho, por otra parte) y que los usan para crear un estado de miedo que les permita conseguir más fácilmente sus objetivos políticos, ya sea descabezar el independentismo o acelerar su rapiña de lo público. De repente, conductas que han llevado a cabo los sindicatos y los trabajadores en todas las huelgas, y miles de manifestantes en cualquier protesta, aquí y en cualquier país europeo, se han convertido en terrorismo y rebelión. Cualquiera que haya participado en la organización de una huelga, por ejemplo, hubiera podido pronunciar las palabras que se han filtrado de la ahora detenida: “Participar en acciones ‘pacíficas’ de ‘bloqueo’ y boicot en carreteras e infraestructuras básicas catalanas como Mercabarna o el puerto de Barcelona”. ¿Terrorismo sin armas y sin ánimo de dañar a nadie?

EL CORTE DE CARRETERAS EN CATALUÑA ES TERRORISMO, PERO EL 8 DE MARZO VARIOS PIQUETES FEMINISTAS CORTAMOS CALLES IMPORTANTES DE MADRID

Y sobre todo impresiona, y cualquiera puede comprobarlo fácilmente, la absoluta arbitrariedad en la aplicación de la justicia, lo que produce una grave deslegitimación del sistema judicial en su conjunto. Hemos visto quema de neumáticos en decenas de manifestaciones: de agricultores, mineros, transportistas… y nadie ha dicho que los manifestantes fueran terroristas. Esto es justo lo que no debe hacer un Estado de Derecho, castigar a unas personas para que sirvan de ejemplo disuasorio, de manera que finalmente la misma conducta no merezca el mismo reproche penal dependiendo de quién lo cometa, dependiendo de su cercanía al partido gobernante, dependiendo de la suerte, dependiendo del juez que te toque, dependiendo de la posición económica que ocupas o de la red de protección que tengas. El PP está mostrando y enseñando que la justicia, “su” justicia, es tan patrimonio suyo como lo son las instituciones o los recursos públicos. No es la Justicia, no es el Estado de Derecho, ni son los jueces; es su justicia y son sus jueces. El corte de carreteras en Cataluña es terrorismo, pero el 8 de Marzo varios piquetes feministas cortamos calles importantes de Madrid; lo que dice Losantos no lo es, pero lo que canta Valtonyc, sí,; los ultras entrando en Blanquerna y agrediendo a cargos públicos no es nada, pero lo de Alsasua es terrorismo muy grave. El mismo tuit irá a la Audiencia Nacional (ese tribunal de excepción indigno de una democracia) dependiendo de a quién pertenezca el dedo que le da al teclado. A partir de ahora se usará el Código Penal para convertir en terrorista no a quien lo sea, sino a quien convenga al gobierno de turno.

Pregunta el ministro Zoido, esa lumbrera, que si lo de Puigdemont no es violencia qué lo es entonces. Podríamos responderle que violencia es matar, herir a las personas o pretender hacerlo pero que, ya puestos, también lo es dejar a la gente sin casa, sin trabajo, sin pensión, sin acceso a la sanidad, pero quién sabe, es muy posible que decir eso pueda ser constitutivo de algún delito inventado ayer mismo. Protestar es un derecho básico en una democracia y ante la evidente degradación de esta, no se me ocurre otra cosa que seguir protestando, que seguir inculpándonos como ha hecho el mundo del rap con el vídeo de Los Borbones son unos ladrones. Inculparnos masivamente de los mismos delitos que llevan a inocentes a la cárcel, protestar, protestar y protestar; en la calle y en las instituciones, resistirnos a la arbitrariedad, a la injusticia y al autoritarismo.

Beatriz Gimeno es activista en favor de los derechos LGBT y diputada de Podemos.

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Estado de excepción y excepcionalidad europea

Editorial de ctxt

El Estado pudo haber decidido que el asunto Puigdemont se solucionara en Bélgica, en Suiza, en Finlandia, o en Dinamarca. Pero decidió que fuera en Alemania. Fue, por tanto, su apuesta. Su gran apuesta. Pues bien, esa apuesta ha resultado fallida. El tribunal alemán encargado de dar respuesta a la euroorden no vio que hubiera caso de rebelión. Es decir, no vio por ninguna parte la violencia necesaria para que hubiera un caso de rebelión efectivo. O, lo que es lo mismo, la invocación a la rebelión para describir y penalizar la crisis catalana ha quedado como un fenómeno local e inexportable. Conviene, por tanto, describir qué es ese fenómeno local, esa explicación gubernamental que –ya queda claro– no se comparte en Europa, pero que parece ser la respuesta política a un problema político que seguirá a toda máquina dentro de nuestras fronteras. 


La invocación del delito de rebelión es la culminación de otro proceso: la respuesta gubernamental al Procés. Esa respuesta, a pesar de lo narrado por los medios públicos y concertados afines al Gobierno, no ha sido ordenada ni eficaz, y no ha respondido a un criterio democrático. Se inició con una no-respuesta. El Gobierno no quiso hablar con representantes ni instituciones políticas sobre un problema solucionable. El Gobierno rechazó la política. Posteriormente, sustituyó el diálogo por la intervención de las cuentas y de la Autonomía (el 155) y la aplicación del Código Penal, una dinámica que fatalmente conduce a la politización y la instrumentalización de la Justicia. Esta política gubernamental no-política, de penalización jurídica de la política, pasó a ser política de Estado con el discurso del Rey del 3 de octubre. Se trató de un discurso dramáticamente importante. El Rey dio por cerrada e irreformable la democracia española, y situaba fuera de ella y de la ley a quién no compartiera ese dogma prístino. Se colocaba fuera de la democracia, por tanto, un amplio catálogo de posibilidades de disidencia, que en su contexto también abarcaba la protesta civil. La formulación, en el auto del juez Llarena, del delito de rebelión –y, en la Audiencia, del delito de sedición, a través del auto de Lamela–, era una suerte de culminación de todas esas respuestas desordenadas a un problema político. La rebelión quedaba así fijada como solución a cualquier tensión política, a través de una falsaria e ingeniosa descripción de lo que es tumulto y violencia. Con este concepto de rebelión, no se hubiera producido no sólo el Procés, sino tampoco la PAH o el 15M, las protestas contra el muro del AVE en Murcia o, incluso, la jornada de 8 horas.

CUANDO EL PODER TIENE EN LAS MANOS UNA FANTASÍA PELIGROSA, ES NECESARIO DAR LA ALARMA

La decisión alemana sobre Puigdemont explica, por tanto, que el intento de aplicar el delito de rebelión es una fantasía peligrosa. Y explica que el Estado –algo más amplio que el Gobierno, algo que implica ya a la monarquía y a la Justicia– no tiene nada que ofrecer ante un problema político, salvo una fantasía peligrosa. Cuando el poder tiene en las manos una fantasía peligrosa, es necesario dar la alarma. En CTXT lo advertimos hace meses, sin éxito.

Estos días han sido detenidas varias personas en Catalunya. Miembros de los Comités de Defensa de la República. Se les acusa de rebelión, ese paisaje conocido. Pero también de terrorismo, a su vez una depuración del depurado concepto rebelión. La reforma del Código Penal de 2015, aprobada por el PP, el PSOE y –ironías de la vida– CiU, estiliza, en efecto, el concepto terrorismo hasta extremos sumamente amplios y, por tanto, opinables. Por eso mismo, es preciso señalar que en Catalunya no se da ninguna condición ni ingrediente para poder afirmar que hay un grupo terrorista en activo. De hecho, es posible sospechar que se está empezando a utilizar –primero en informaciones en medios, luego en declaraciones gubernamentales, ahora ya en detenciones– el terrorismo para acotar un tema que nada tiene que ver con él, como es el derecho a la protesta, la manifestación y la disidencia.

Es posible que, incluso, el proyecto del Estado sea volver a desempolvar el terrorismo, como antaño, para promover la cohesión social, bajo la forma de un enemigo ante el que cerrar filas, ante el que cerrar, incluso, una idea restrictiva de la democracia. Se hizo, sí, y con resultados muy pobres para la democracia, durante los años de plomo, con cierre de diarios, prohibición de partidos, adopción de doctrinas penales condenadas por Europa. Y la ampliación desmesurada del campo semántico de la palabra terrorismo, más allá de lo real y razonable.

Es preciso que, en esta crisis social, democrática y política, en la que el Estado parece evidenciar que carece de respuestas y de capacidad de diálogo, no se recurra a abusos de Estado. Llamar rebelión o terrorismo a lo que no lo es, a lo que es una crisis social, democrática y política, es ya el primer abuso. Si el Estado pretende penalizar a más de dos millones de personas, que de una forma u otra, empiezan a ser englobadas bajo el manto de la rebelión y el terrorismo, quiere decir que apuesta por convertirse en una excepcionalidad europea. Y no hace falta ser muy imaginativos para adivinar que la actual escalada represiva puede desembocar en un Estado de excepción permanente.
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