Hace unos cuantos días, mi hijo Xavier me conto de unos anarquistas
que conoció en Francia, los cuales… entre otras muchas “actividades
revolucionarias”… se dedicaban a robar alimentos en supermercados para
redistribuirlos a la gente más necesitada.
Su relato me impacto… ya que me vino a la memoria, cuando, estudiante,
con otros compañeros, robábamos libros… no para regalarlos, sino para leerlos.
Argumentando que, en tanto que bienes culturales, los libros no podían ni
debían ser una mercancía, y el acceso a la cultura era un derecho de todo ser
humano… por lo cual no se trataba de un robo sino de la legitima apropiación de
bienes a los cuales nuestra condición económica de estudiantes empobrecidos nos
tenía negado el disfrute.
Anteayer, por la tarde, navegando por la “tela internet”… lo que son
Las coincidencias… me topé con un texto, que joven había conocido, pero del
cual ya no me acordaba.
Texto que me permito transcribir tal cual… agregando al final un
pequeño detalle biográfico, del autor del mismo: Alexandre Marius Jacob.
Por qué he
robado
Alexandre
Marius Jacob
Del 8 al 22 de marzo de 1905,
tiene lugar en la audiencia de Amiens (Francia) el proceso contra los trabajadores de la noche detenidos
desde 1903, detención que ponía fin a una actividad de tres años con más de 150
robos en domicilios, hoteles, castillos e iglesias.
La banda que Alexandre Jacob
formara con su compañera Rose Roux, su madre Marie Berthou, o algunos otros
camaradas se proponía practicar el robo de manera científica –se dividen
Francia en tres partes según la red ferroviaria- no como medio de reapropiación
personal sino como una forma de ataque contra el mundo de los poderosos y como
perturbación social.
La audiencia de Amiens les
condenó a muchos años de cárcel y, a algunos, a Jacob, a trabajos forzados de
por vida. Presentado recurso de casación, Marius Jacob es condenado en Orleans,
el 24 de julio de 1905, a veinte años de trabajos forzados, y será deportado al
penal de la Guayana francesa, donde permanecerá desde 1906 hasta finales de
1925, tiempo en el que intentará una veintena de evasiones, y pasará nueve años
en celdas de castigo.
"Por qué
he robado" es el texto de inculpación que Jacob leyó ante los jueces de la
audiencia de Orleans.
Señores:
Ahora sabéis quien soy: un
rebelde que vive del producto de sus robos. Aún más: he incendiado hoteles y he
defendido mi libertad contra la agresión de los agentes del poder. He puesto al
descubierto toda mi existencia de lucha; la someto, como un problema, a
vuestras inteligencias. No reconociendo a nadie el derecho de juzgarme, no
imploro ni perdón ni indulgencia. Nada solicito a quienes odio y desprecio.
¡Sois los más fuertes! Disponed de mí de la manera que lo entendáis, mandarme
al presidio o al patíbulo, ¡poco me importa! Pero antes de separarnos, dejarme
deciros unas últimas palabras.
Ya que me reprocháis sobre todo
ser un ladrón, es útil definir lo que es el robo.
Para mí, el robo es la
necesidad que siente cualquier hombre de coger aquellos que necesita. Esta
necesidad se manifiesta en cualquier cosa: desde los astros que nacen y mueren
igual que los seres, hasta el insecto que se mueve por el espacio, tan pequeño,
tan ínfimo que nuestros ojos pueden apenas distinguirlos. La vida no es sino
robos y masacres. Las plantas, los animales se devoran ente ellos para
subsistir. Uno no nace sino para servir de pasto al otro; a pesar del grado de
civilización, de su anhelo de perfección, el hombre no se sustrae a esta ley si
no es bajo pena de muerte. Mata las plantas y los animales para alimentarse de
ellos. Rey de los animales, es insaciable.
Aparte de los objetos
alimenticios que le aseguran la vida, el hombre se alimenta de aire, de agua y
de luz. Ahora bien ¿se ha visto alguna vez a dos hombres disputarse, degollarse
por estos alimentos? No que yo sepa. Sin embargo, son los alimentos más
preciosos sin los cuales un hombre no puede vivir. Podemos estar varios días
sin absorber substancias por las que nos hacemos esclavos. ¿Podemos hacer igual
con el aire? Ni siquiera un cuarto de hora. El agua forma las tres cuartas
partes de nuestro organismo y nos es indispensable para mantener la elasticidad
de nuestros tejidos. Sin el calor, sin el sol, la vida sería imposible.
Luego, cualquiera coge, roba
estos alimentos. ¿Se hace de ello un crimen, un delito? ¡Cierto que no! ¿Por
qué se reserva el resto? Porque comporta un gasto de energía, una suma de
trabajo. Pero el trabajo es lo propio de una sociedad, es decir la asociación de
todos los individuos para alcanzar, con poco esfuerzo, el máximo de felicidad.
¿Es ésta la imagen de lo que hay? ¿Se basan vuestras instituciones en una
organización de este tipo? La verdad demuestra lo contrario. Cuanto más trabaja
un hombre, menos gana; cuanto menos produce, más beneficio obtiene. El mérito
no se tiene pues en consideración. Sólo los audaces se hacen con el poder y
corren a legalizar sus rapiñas. De arriba a abajo de la escala social no hay
más que bellaquería de una parte e idiotez de la otra. ¿Cómo queríais que,
lleno de estas verdades, respetara tal estado de cosas?
Un comerciante de alcohol o un
dueño de burdel se enriquecen, mientras que un hombre de genio va a morir de
miseria en un camastro de hospital. El panadero que amasa el pan lo tiene en
falta; el zapatero que confecciona miles de zapatos enseña sus dedos del pie;
el tejedor que fabrica montones de ropa no tiene con que cubrirse; el albañil
que construye castillos y palacios carece de aire en su infecto cuartucho.
Aquellos que producen todas las cosas, nada tienen, y los que nada producen lo
tienen todo.
Tal estado de cosas no puede
sino producir el antagonismo entre las clases trabajadoras y la clase
poseedora, es decir holgazana. Surge la lucha y el odio golpea.
Llamáis a un hombre
"ladrón y bandido", le aplicáis el rigor de la ley sin preguntaros si
él puede ser otra cosa. ¿Se ha visto alguna vez a un rentista hacerse ratero?
Confieso no conocer a ninguno. Pero yo que no soy ni rentista ni propietario,
que no soy más que un hombre que sólo tiene sus brazos y su cerebro para
asegurar su conservación, he tenido que comportarme de otro modo. La sociedad
no me concedía más que tres clases de existencia: el trabajo, la mendicidad o
el robo.
El trabajo, lejos de
repugnarme, me agrada, el hombre no puede estar sin trabajar, sus músculos, su
cerebro poseen una cantidad de energía para gastar. Lo que me ha repugnado es
tener que sudar sangre y agua por la limosna de un salario, crear riquezas de
las cuales seré frustrado.
En una palabra, me ha repugnado
darme a la prostitución del trabajo.
La mendicidad es el
envilecimiento, la negación de cualquier dignidad. Cualquier hombre tiene
derecho al banquete de la vida.
El derecho de vivir no se mendiga, se toma.
El robo es la restitución, la
recuperación de la posesión. En vez de encerrarme en una fábrica, como en un
presidio; en vez de mendigar aquello a lo que tenía derecho, preferí sublevarme
y combatir cara a cara a mis enemigos haciendo la guerra a los ricos, atacando
sus bienes... Ciertamente, veo que hubierais preferido que me sometiera a
vuestras leyes; que, obrero dócil, hubiese creado riquezas a cambio de un
salario irrisorio y, una vez el cuerpo ya usado y el cerebro embrutecido,
hubiese ido a reventar en un rincón de la calle. Entonces no me llamaríais
"bandido cínico", sino "obrero honesto". Con halago me
hubierais incluso impuesto la medalla del trabajo. Los curas prometen el
paraíso a sus embaucados; vosotros sois menos abstractos, les ofrecéis papel mojado.
Os agradezco tanta bondad,
tanta gratitud, señores. Prefiero ser un cínico consciente de mis derechos que
un autómata, que una cariátide.
Desde que tuve conciencia me
dediqué al robo sin ningún escrúpulo No entro en vuestra pretendida moral que
predica el respeto a la propiedad como una virtud mientras que en realidad no
hay peores ladrones que los propietarios.
Podéis estar satisfechos de que
este prejuicio haya calado en el pueblo ya que es vuestro mejor gendarme.
Conociendo la impotencia de la ley y de la fuerza, habéis hecho de él el más
sólido de vuestros protectores. Pero parad atención; todo tiene un tiempo. Todo
lo que se construye por la astucia y la fuerza, la astucia y la fuerza pueden
destruirlo.
El pueblo evoluciona cada día.
Mirad que todos los muertos de hambre, todos los miserables, en una palabra,
todas vuestras víctimas, instruidos por estas verdades, conscientes de sus
derechos, armados con palancas, no vayan a asaltar vuestros domicilios para
retomar las riquezas que ellos han creado y que vosotros les habéis robado.
¿Creéis que serían más desgraciados? Creo que, todo lo contrario. Si se lo
piensan bien preferirán correr cualquier riesgo antes que engordaros gimiendo
en la miseria. ¡La cárcel, el presidio, el patíbulo! Diréis. Pero qué son estas
perspectivas comparadas con una vida embrutecida, llena de sufrimientos. El
minero que gana su pan en las entrañas de la tierra, sin ver jamás lucir el
sol, puede morir de un momento a otro, víctima de una explosión de grisú; el
pizarrero que deambula por los tejados puede caer y hacerse mil pedazos; el
marinero conoce el día de su partida pero ignora si volverá a puerto. Un buen
número de obreros cogen enfermedades fatales durante el ejercicio de su oficio,
se agotan, se matan para crear para vosotros; y hasta los gendarmes, los
policías, que por un hueso que les dais a roer, encuentran la muerte en la
lucha que emprenden contra vuestros enemigos.
Obstinados en vuestro estrecho egoísmo
permanecéis escépticos ante esta visión, ¿no es así? El pueblo tiene miedo,
parecéis decir. Lo gobernamos como el miedo de la represión; si grita lo
metemos en prisión; si se mueve, lo deportamos al presidio; si sigue, lo
guillotinamos. Mal cálculo, señores, creerme. Las penas que infligiréis no son
un buen remedio contra los actos de sublevación. La represión lejos de ser un
remedio, un paliativo, no es sino una agravación del mal.
Las medidas correctivas no pueden más que
sembrar el odio y la venganza. Es un ciclo fatal. Desde que hacéis rodar
cabezas, desde que llenáis cárceles y presidios, ¿habéis impedido que se
manifestara el odio? ¡Responded! Los hechos demuestran vuestra impotencia. Por
mi parte sabía que mi conducta no podía tener otra salida que el presidio o el
patíbulo. Y podéis ver que esto no me ha impedido actuar. Si opté por el robo
no fue por una cuestión de ganancias sino por una cuestión de principios, de
derecho. Preferí conservar mi libertad, mi independencia, mi dignidad de
hombre, que hacerme artesano de la fortuna de un amo. En términos más crudos y
sin eufemismo alguno he preferido robar antes que ser robado.
También yo repruebo el hecho
por el cual un hombre se apropia violentamente y con astucia del fruto del
trabajo ajeno. Pero es precisamente por esto que he hecho la guerra a los
ricos, ladrones de los bienes de los pobres... También yo quisiera vivir en una
sociedad en la que el robo fuera desterrado. No apruebo y no he usado el robo
sino como medio de rebelión para combatir el más inicuo de todos los robos: la
propiedad individual.
Para destruir en efecto hace
falta destruir su causa. Si hay robo es porque hay abundancia de una parte y
escasez de otra; es porque todo no pertenece más que a unos pocos. La lucha no
acabará hasta que todos los hombres pongan en común sus alegrías y sus penas,
sus trabajos y sus riquezas; hasta que todas las cosas pertenezcan a todos.
Anarquista revolucionario he
hecho la revolución.
Venga la Anarquía.
Alexandre Marius Jacob
El 28 de agosto 1954, a la edad de 74 años,
Marius Jacob organiza una merienda para los niños pobres del pueblo en el que
vive. Después de haberlos llevado de regreso a sus casas en coche, tocando la
bocina, se envenena.
Después de haber sellado todos los orificios de
la habitación, y taponeado el tiro de la estufa de carbón, se inyecta, así como
a su viejo perro, Negro, una dosis de morfina… dejando una nota con estas
palabras: ropa lavada, enjuagada, secada, mas no planchada. Tengo flojera.
Encontraran dos litros de vino rosado al lado de la panera. A vuestra salud.
Anexo: para quienes tengan la suficiente paciencia para aguantar una
“lectura auditiva” de los cuatro videos (con una duración total de cerca de
ocho horas y media) que conforman la lectura integra del libro ¿Qué es la
propiedad? de Pierre Joseph Proudhon.
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