Quienes me leen saben
que desde hace ya bastante tiempo, años, el cuándo de mi muerte me ha sido indiferente, no así el cómo.
Saben que temo
fallecer después de un periodo en el cual me haya encontrado mental y/o
físicamente incapacitado, como también sumido en el dolor. Situaciones que me
son no solo insoportables, sino inaceptables… no solo por la incapacidad y/o el
dolor en sí mismos, sino por ser un estado que despoja a la persona de su
humanidad, dejándole solo su animalidad. Situación que, de forma “natural”
lleva quien la padece a la obligación de no esperar a que la huesuda venga por
él en cuando se le antoje, sino de ir a su encuentro cuando él lo decida… yo lo
decida.
Sin embargo, desde que
mi cardiólogo me dijo que era candidato a lo que llamo la “muerte súbita”, algo
ha cambiado.
Sigo sin temer el
momento de mi muerte.
El haber vivido lo que
me atreví a vivir… sabedor de que mi atrevimiento no ira mucho más allá y que por
lo tanto mi futuro se parece mucho a un presente cuya esencia es ausencia… mi
apego a la vida es bastante insignificante.
Es más, en toda
lógica, el carácter de “súbita” aleja el temor generado por el cómo.
Y sin embargo, si bien
el cuándo no me procura temor, si me inquieta, me perturba.
Salvo en contados
casos (cuando como consecuencia de alguna enfermedad calificada de terminal,
los médicos tienen la capacidad de determinar con un estrecho margen de error
el tiempo de vida del cual dispone uno, o cuando uno mismo toma la decisión de
poner fin a su vida) nadie conoce el cuándo de su muerte. Solo tenemos la
certeza de que es ineluctable y que de acuerdo al orden natural el paso del
tiempo nos va acercando a este desenlace.
El saberme con la
espada de Damocles de la “muerte súbita” sobre mi cabeza, genera la elemental y
sencilla pregunta ¿cuándo?
Sabedor de que puede
ser en cualquier momento, dentro de un minuto, una hora, un día, un mes, un
año, o muchos más… la incertidumbre en la cual esta indeterminación me sumerge,
me lleva, no tanto a hacerme la pregunta del cuándo, como a querer conocer la
respuesta.
¿Por qué?
Porque si bien sé que
ya es demasiado tarde para atreverme a vivir lo que durante todos mis años de
vida hasta hoy, no me he atrevido a vivir (ni siquiera a intentarlo)… también
sé que, antes de mi gravísimo infarto, tenía sobre mi mesa de trabajo un
proyecto, a mitad camino entre su inicio y su terminación, que consideraba como
mi “legado”, el cual, por ser generador de mucha tensión emocional, mi
cardiólogo me recomendó enfáticamente y con mucha vehemencia, suspender
(obviamente para la buena salud de mi corazón y el consiguiente alargamiento de
mi tiempo de vida)… y, por lo tanto, quisiera poder conocer con cierta
precisión, la fecha de mi fallecimiento por “muerte súbita”, con tal de valorar
la pertinencia o no de reemprender está pendiente tarea.
Aunque, siendo sincero
conmigo mismo, quizás esta búsqueda de una improbable (¿imposible?) respuesta
no sea más que un ardid, un pretexto, para ocultarme a mí mismo el temor de no
tener la capacidad de llevar a su término tal proyecto.
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