marzo 16, 2015

DESTINO



Cada mañana tomo mi ducha… y mientras el agua caliente cae sobre todo mi cuerpo y me jabono… los ojos cerrados me acuerdo y pienso.
                                                  
Esta mañana, hace un rato, me acordaba que hace poco comentando con una amiga la gravedad de mi todavía reciente infarto… como siempre escuetamente… esta me dijo “es que no te tocaba”… a lo cual, también escuetamente, le conteste “no creer en absoluto en el destino.”

Entonces, cerrados los ojos con el cuerpo mojado y caliente, pensé en EL DESTINO.

Si, de conformidad con la acepción generalmente admitida, entendemos por Destino, la predeterminación de nuestra vida, o parte de esta, por alguna desconocida “fuerza”, entidad o voluntad divina, mas allá de nuestro entendimiento, que moldea nuestro paso por esta vida… definitivamente no creo en el Destino.

Por una parte, como lo dijo si bien Ortega y Gasset, “somos hijos de nuestras circunstancias.” El tiempo y el espacio en el cual nos toco involuntariamente vivir… los genes que nos heredaron nuestros progenitores, etcétera.

Como también somos, ante todo, el resultado de la concatenación sin fin de las decisiones que vamos tomando a lo largo de nuestras vidas (aun dudando de la veracidad o la existencia misma del libre albedrio.)

Regresando a mi infarto, calificado por los médicos de “muerte súbita con Cardiopatía Isquémica” (personalmente hubiese puesto las mayúsculas en Muerte Súbita) es indudable que los ateromas que obstruyeron cuatro de mis arterias coronarias... no fueron obra del Destino… se formaron por mis hábitos alimenticios (cantidades gargantuescas de crujientes baguettes, acompañadas de quesos maduros y embutidos de toda especie) los cuales yo tome la decisión de comer porque al ingurgitarlos me procuraban uno de los pocos pero notables placeres de mi insignificante vida.







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