Cada
mañana tomo mi ducha… y mientras el agua caliente cae sobre todo mi cuerpo y me
jabono… los ojos cerrados me acuerdo y pienso.
Esta
mañana, hace un rato, me acordaba que hace poco comentando con una amiga la
gravedad de mi todavía reciente infarto… como siempre escuetamente… esta me
dijo “es que no te tocaba”… a lo cual, también escuetamente, le conteste “no
creer en absoluto en el destino.”
Entonces,
cerrados los ojos con el cuerpo mojado y caliente, pensé en EL DESTINO.
Si,
de conformidad con la acepción generalmente admitida, entendemos por Destino,
la predeterminación de nuestra vida, o parte de esta, por alguna desconocida “fuerza”,
entidad o voluntad divina, mas allá de nuestro entendimiento, que moldea nuestro
paso por esta vida… definitivamente no creo en el Destino.
Por
una parte, como lo dijo si bien Ortega y Gasset, “somos hijos de nuestras
circunstancias.” El tiempo y el espacio en el cual nos toco involuntariamente
vivir… los genes que nos heredaron nuestros progenitores, etcétera.
Como
también somos, ante todo, el resultado de la concatenación sin fin de las
decisiones que vamos tomando a lo largo de nuestras vidas (aun dudando de la
veracidad o la existencia misma del libre albedrio.)
Regresando
a mi infarto, calificado por los médicos de “muerte súbita con Cardiopatía Isquémica”
(personalmente hubiese puesto las mayúsculas en Muerte Súbita) es indudable que
los ateromas que obstruyeron cuatro de mis arterias coronarias... no fueron
obra del Destino… se formaron por mis hábitos alimenticios (cantidades
gargantuescas de crujientes baguettes, acompañadas de quesos maduros y
embutidos de toda especie) los cuales yo tome la decisión de comer porque al
ingurgitarlos me procuraban uno de los pocos pero notables placeres de mi
insignificante vida.
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