A continuación, la reseña (copiado/pegado) de extractos de varios
artículos periodísticos relacionados con el asesinato del periodista mexicano
JAVIER VALDEZ, ocurrido el pasado 15 de mayo… seguido de mi propio comentario.
No al silencio
Tomado de la revista digital española “ctxt”
Este pasado 15 de mayo,
asesinaron al periodista mexicano Javier Valdez Cárdenas, fundador y reportero
del semanario RíoDoce. Lo tirotearon en Culiacán (Sinaloa) a
plena luz del día. Valdez era uno de los veteranos en la cobertura de temas de
violencia y narcotráfico. Su libro Narcoperiodismo es ya una
obra de referencia sobre el tema.
Valdez ha sido el sexto en lo que
va de año.
En marzo asesinaron a otros tres
periodistas a balazos en México: Cecilio Pineda, en Guerrero, Ricardo Monlui,
en Veracruz, y Miroslava Breach, en Chihuahua. El 14 de abril ajusticiaron a
Maximino Rodríguez, en la ciudad de La Paz, y el 2 de mayo, a Filiberto
Álvarez, cronista de Morelos.
El mismo día 15 de este mes, solo
horas después del asesinato de Valdez, tirotearon en Jalisco a la subdirectora
comercial del semanario El Costeño y esposa de su propietario, Sonia Córdova, y
a su hijo, Jonathan Rodríguez Córdova, que murió en el acto. A finales de
marzo, dejaron malherido a balazos a Julio Omar Gómez y mataron a su
guardaespaldas en el Distrito Federal, y el mismo mes, el periodista Armando
Arrieta recibió un tiro en Veracruz.
En 2016, México se convirtió en
el tercer país del mundo con más comunicadores asesinados, 11, solo superado
por Irak (15) y Afganistán (13), según datos de la Federación Internacional de
Periodistas.
La violencia contra los
informadores en México es un crimen que nos afecta a todos. Denunciar la
impunidad que la ampara es una responsabilidad ineludible.
Los Colegios Profesionales de
Periodistas, como representantes legales de la profesión, condenamos
rotundamente esta situación y exigimos a las autoridades mexicanas que actúen
para ponerle freno. Asesinar al periodista no mata la verdad.
El pasado 25 de marzo, tras el
asesinato de su colega Miroslava Breach, Javier Valdez escribía en Twitter: “A
Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos si esa es la
condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio.”
Junto a Valdez, nosotros también
queremos gritar: NO AL SILENCIO.
Colegios Profesionales de
Periodistas de Cataluña, Galicia, Murcia, Andalucía, País Vasco, Rioja,
Castilla y León, Navarra y Asturias.
Crimen contra la libertad
Sólo 8.6% de los atentados, con
sentencia
José Antonio Román. En el periódico La Jornada de
fecha 17 de mayo 2017.
De las 197 averiguaciones previas
iniciadas desde 2000 para investigar los asesinatos y desapariciones de
periodistas, así como los atentados contra medios de comunicación, sólo en 17
de ellas se ha dictado sentencia, lo cual refleja la impunidad casi
generalizada que existe en el país para castigar las agresiones contra
comunicadores.
De acuerdo con las cifras
actualizadas del seguimiento que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH)
hace de dichas averiguaciones, el resto está en proceso de
integración, reserva, archivo definitivo (no ejercicio de la
acción penal), consignada pero sin sentencia o sobreseída.
Incluso, medio centenar de ellas
se encuentran en integración desde hace cinco años o más, alcanzando hasta 15
años en uno de los casos. Y aunque las autoridades ministeriales realizan
diligencias, éstas no resultan del todo idóneas para el esclarecimiento de los
hechos y la identificación de los probables responsables de los mismos, ni el
motivo y las causas que ocasionaron la agresión.
Édgar Corzo, titular de la quinta
visitaduría general de la CNDH, encargada del programa de protección a
periodistas y defensores de derechos humanos, señaló que en el organismo
nacional existe una enorme preocupación por estas agresiones que van
en aumento, pero también el altísimo porcentaje de impunidad, que
termina siendo un aliciente para los agresores, pues saben que quedarán sin
castigo.
La violencia que no cesa, la
protección que no alcanza
Jan Jarab. Representante en México de la
Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos
En términos de seguridad de
periodistas y defensores y defensoras de derechos humanos, los primeros cuatro
meses de 2017 han sido escalofriantes: por lo menos seis asesinatos de
periodistas, dos de activistas y dos escoltas de beneficiarios del mecanismo
nacional de protección. Pero la pesadilla parece no tener fin. En los días
recientes, en menos de una semana se suman dos nuevas víctimas: una
protagonista del movimiento de familias de personas desaparecidas de Tamaulipas,
Miriam Rodríguez, y el destacado periodista Javier Valdez en la capital de
Sinaloa.
No son sólo dos estadísticas
adicionales, sino dos seres humanos ejemplares, excepcionalmente valientes, con
una trayectoria heroica. En su lucha por la verdad y la justicia, Miriam
Rodríguez enfrentó la incapacidad del Estado de buscar a las personas
desaparecidas e investigar. Y logró algo excepcional: no sólo encontrar los
restos de su hija desaparecida, sino también identificar a los presuntos
responsables y asegurar que fueran procesados. Miriam fue asesinada enfrente de
su casa el Día de la Madres. Javier Valdez escribió sobre el poder del narco.
En marzo tuiteó sobre el asesinato de Miroslava Breach, otra valiente
periodista que investigaba los vínculos entre la delincuencia organizada y el
poder político, asegurando que no se dejaría silenciar. Ayer unas balas
silenciaron a Javier, casi enfrente de su oficina.
Si bien el asesinato de cualquier
persona es condenable, el asesinato de quien defiende derechos humanos envía un
terrible mensaje a quienes luchan por una sociedad mejor. De manera similar, el
asesinato de un periodista no sólo afecta a su entorno más próximo, sino a la
sociedad en su conjunto, pues acallándolo se viola el derecho de toda la
sociedad a estar informada.
Las autoridades muchas veces
atribuyen la responsabilidad de todos estos horrores simplemente al narco.
Pero decir esto es una salida demasiado fácil, por tres razones:
Primero, porque, según los estándares
internacionales, el Estado tiene el deber de proteger. En un país federal eso
incluye ambos niveles: la federación y las entidades federativas. En lugar de
responsabilizar cada uno al otro, ambos deberían desarrollar una política
integral de protección; necesitan mostrar que realmente hacen todo lo posible
para proteger a las personas amenazadas.
Segundo, porque existe una esfera
de colusión entre autoridades y la delincuencia organizada, y porque en muchos
casos los agentes del Estado cometen graves violaciones de derechos humanos. De
hecho, cuando se trata de desapariciones, las familias nos han indicado que un
alto porcentaje se trata de desapariciones propiamente forzadas, es decir,
cometidas por agentes del Estado o por personas que actúan con su apoyo,
autorización o aquiescencia. De manera similar, las organizaciones que se
dedican a la protección de periodistas constatan que en muchos casos las
amenazas vienen de agentes del Estado.
Y tercero, porque la enorme
mayoría de los 126 asesinatos de periodistas cometidos entre 2000 y lo que va
de 2017 –según la CNDH– han quedado impunes, así como las desapariciones. La
Fiscalía para Delitos contra Libertad de Expresión ha sido, hasta la fecha, un
ejemplo de ineficacia. El Estado es, sin ninguna duda, responsable por este
círculo vicioso de impunidad. Si esto no cambia, todas las medidas de
protección van a quedarse cortas y serán meros paliativos.
Javier Valdez: impunidad asesina
Editorial, de fecha 16 de mayo, del diario mexicano La
Jornada.
Al mediodía de ayer, en pleno
centro de Culiacán, fue asesinado Javier Valdez Cárdenas, corresponsal de este
diario en Sinaloa y cofundador del semanario local Ríodoce. Dos
sujetos armados lo despojaron de su vehículo y le dispararon varias ocasiones.
Es imprecisa la idea de que
nuestro compañero se había vuelto un periodista especializado en temas de
narcotráfico, delincuencia organizada y corrupción gubernamental. Fue más bien
la realidad de su estado la que se deslizó por una pendiente de descomposición
generalizada y por la pérdida de control de las autoridades constituidas. Y Javier
hablaba de la realidad.
Fue ese proceso de desintegración
lo que retrató en sus crónicas, en sus despachos y en sus libros, a sabiendas
de que tal fenómeno era una amenaza de muerte para cualquier ciudadano, pero
especialmente para los informadores.
A propósito de su última
obra, Narcoperiodismo, editada a finales del año pasado,
Javier dijo en entrevista con La Jornada: No hablamos sólo de
narcotráfico, una de nuestras acechanzas más feroces. Hablamos también de cómo
nos cerca el gobierno. De cómo vivimos en una redacción infiltrada por el
narcotráfico, al lado de algún compañero en quien no puedes confiar, pues quizá
sea el que pasa informes al gobierno o a los delincuentes.
El 23 de marzo cayó asesinada
nuestra corresponsal en Chihuahua, Miroslava Breach Velducea. Hasta ahora, pese
a las promesas gubernamentales de justicia, su crimen sigue impune.
En el país han sido asesinados
más de 120 informadores de 2000 a la fecha. En la gran mayoría de los casos los
responsables intelectuales y materiales ni siquiera han sido identificados, y
mucho menos sometidos a juicio y sancionados conforme a derecho.
Matar a un periodista, a una
mujer, a un defensor de derechos humanos, a un ciudadano cualquiera, se ha
vuelto una actividad de muy bajo riesgo porque, según toda evidencia, en las
instancias de gobierno estatales y federales la determinación de hacer justicia
es meramente declarativa.
El hecho es que la
responsabilidad última de las muertes de Javier, de Miroslava y de todos los
informadores caídos en el país, cuyo número creció de manera exponencial desde
que Felipe Calderón declaró una guerra irresponsable y
contraproducente contra la delincuencia organizada, recae en los gobernantes
que no han sido capaces de garantizar el derecho a la vida de los ciudadanos, que
han actuado con indolencia, en el mejor de los casos, ante el agudo deterioro
de la seguridad pública, que han alimentado la espiral de violencia al
convertir un problema originalmente policiaco en un asunto de seguridad
nacional y que han sido omisas en la procuración e impartición de justicia.
Los gobiernos sinaloense y
federal deben actuar ya y esclarecer y sancionar sin dilaciones el asesinato de
Javier Valdez Cárdenas. Si las autoridades no ponen fin a esta violencia
enloquecida, si no se emprende un viraje en las políticas de seguridad públi-
ca vigentes, en lo sustancial, desde el calderonato, y si este más reciente
crimen no se esclarece conforme a derecho, se fortalecerá la percepción de que
no hay autoridad alguna.
Astillero
Columna diaria del periodista Julio
Hernández López en el periódico mexicano La Jornada
El asesinato de Javier
Valdez Cárdenas se inscribe en el proceso de oscurecimiento de la vida
pública mexicana que busca inhibir, mediante el amedrentamiento y el asesinato,
el ejercicio cívico, político y periodístico que sea inconveniente para los
distintos ámbitos de poderes, institucionales y fácticos, que a fin de cuentas
se funden en intereses y complicidades, decididos a cerrar el paso, al costo
que sea, a la oposición política, a la denuncia ciudadana, al activismo social,
al ejercicio periodístico honesto y a la crítica fundada.
Cortar la vida de Javier Valdez
va más allá de las circunstancias específicas del grupo criminal que lo mantenía
bajo amenazas, y de la información o análisis que hubiera molestado a
esos jefes intocables. Antes que él, Miroslava Breach, también
corresponsal de La Jornada, pero en Chihuahua, fue ejecutada a
la puerta de su domicilio, frente a su hijo, en otro cumplimiento mortal de
advertencias previas. En Guerrero, Sergio Ocampo, otro corresponsal jornalero,
y Jair Cabrera, fotógrafo y colaborador de La Jornada, fueron parte
del grupo de siete periodistas asaltados, robados y amenazados de quemarlos
vivos por un centenar de personas armadas y encapuchadas.
Ellos son los eslabones más
recientes de una imparable cadena de agresiones contra periodistas que ejercen
su oficio fuera de Ciudad de México, en entidades donde los cárteles dominantes
suelen tener bajo su control a autoridades de toda índole y nivel, sin que haya
jamás la esperanza sensata de que los agravios vayan a producir una
investigación seria y confiable o que los verdaderos responsables, materiales e
intelectuales, serán aprehendidos, procesados y sentenciados.
Con frecuencia,
esas investigaciones hechizas sólo sirven para simular que las
instituciones y los políticos gobernantes producen algo más que las rutinarias
declaraciones de que se buscará a los responsables, se indagará hasta las
últimas consecuencias y se castigará a los culpables, caiga quien
caiga. Puede ser que, para dar la impresión de que se avanza en la búsqueda de
justicia, se recurra al expediente clásico de habilitar a algún presunto
responsable, reclutado de los bajos fondos controlados por los propios
policías, con el ánimo de ir confinando el expediente al voluminoso archivo de
los casos nunca verdaderamente resueltos.
Pero más que aplicar un lente
para ver a larga distancia y enfocar el tema en los detalles de las figuras
inmersas en los procesos judiciales, es necesario utilizar un gran angular, que
nos permita una toma amplia y visualizar al sistema en su conjunto. Los
asesinatos y agresiones contra periodistas tienen como referente estructural al
Estado mexicano como un narcoestado y a los gobernantes y
funcionarios públicos de alto nivel como parte de la narcopolítica.
Reportar y documentar lo que
sucede en el plano operativo cotidiano de las bandas criminales, informar y
analizar los acontecimientos de cada ciudad o región significa lesionar los
intereses de esos políticos, gobernantes y funcionarios públicos, cuya estancia
en los asientos de poder y la facultad de manipular actividades forenses y
procesales está condicionada por los arreglos previos y los vigentes con los
grupos criminales específicos, los que jalan el gatillo o cometen el secuestro
para sostener el sistema en cuyas alturas los políticos disparan discursos y
mentiras para sobrellevar el funcionamiento de los negocios acordados.
Javier Valdez fue un periodista
valiente y valioso, generoso en la compartición de los datos y la experiencia
que iba acumulando, responsable y cuidadoso para tratar de eludir la furia
asesina de capos y sicarios. Con entereza profesional cubría la nota diaria
para RíoDoce, La Jornada y la Agence France-Presse
(Afp), al mismo tiempo que acumulaba apuntes y bocetos para los libros que fue
publicando con un éxito notable, convertido en un relator afinado y atinado de
los procesos económicos, sociales y culturales derivados del predominio del crimen
organizado y, desde luego, los delicados entretelones de la convivencia entre
ese crimen dominante y los actores y factores políticos. Javier supo descifrar
y mostrar las circunstancias del negocio criminal compartido por cárteles y
políticos, mediante un lente gran angular que, recurriendo al relato con
nombres y detalles cambiados, recuperando habla, modismos e historias
populares, puso a la vista de los mexicanos, pero también de muchos extranjeros
(era muy apreciado por directivos y activistas de organizaciones defensoras del
ejercicio periodístico y por corresponsales y periodistas extranjeros), el
complejo mural de la delincuencia organizada, el aparato político docilitado y
la sociedad acoplada de diversas formas a esa realidad ineludible.
¿POR QUÉ ASESINAR PERIODISTAS?
La respuesta me parece sencilla… acallar quienes reportan, no
solo el reguero de sangre y muerte, así como los múltiples estragos de todo
tipo y naturaleza de la “guerra contra el narco”, sino, y ante todo, amordazar
quienes evidencian la colusión entre el crimen organizado y los poderes, tanto
institucionales como facticos.
Se trata de infundir, inocular EL MIEDO… que lograra
silenciar, invisibilizar, tornar ordinario y aceptable el crimen… ocultar la colusión,
la complicidad, tanto pasivas como activas.
¿CUÁL RESPUESTA?
Frente a estos crímenes fríamente calculados y ejecutados,
que permanecen impunes, la respuesta del gremio periodístico no va más allá de
unas vehementes e indignadas “protestas” escritas o gritadas, que pronto se
desvanecen.
En cuanto a la “sociedad civil”, esta también se
indigna, manifiesta… y se olvida.
¿QUÉ HACER?
Los escasísimos lectores de este blog, saben que, en
el, he expresado que, tomando en consideración el hecho de que toda rebelión que
se desarrolla en el marco de la legalidad institucional es recuperada y por lo
tanto anulada y condenada al fracaso, el único acto subversivo capaz de “hacer
cambiar de bando el miedo” es, bajo sus múltiples formas y expresiones, el “sabotaje
generalizado”.
Como también saben que, el “ajusticiamiento” de los
responsables de la implementación y perpetuación del “orden reinante”, es el
necesario y deseable complemento a este sabotaje generalizado.
Ajusticiamiento, selectivo y proporcional al daño
infligido.
Ya va siendo hora de que las respuestas sean
consecuentes…
de que EL MIEDO CAMBIE DE BANDO.
Posdata: El ajusticiamiento no es el acto irreflexivo
e impulsivo, de un individuo solitario, sino la ejecución de un acto concienzudamente
preparado y llevado a cabo por una de las numerosas células (a la vez federadas
e inconexas) que conforman el “tejido rebelde” del sabotaje generalizado.