El día de hoy, encontré… y leí… este artículo
publicado en la página web de El País… me gusto tanto (por su forma como por su
fondo) que decidí inmediatamente reproducirlo, tal cual, en este blog.
Nuestro
mundo muere antes que nosotros
La vida que conocemos comienza a
desaparecer lentamente, en un movimiento silencioso que se infiltra cada día,
junto con aquellos que hicieron de nuestra época lo que es.
La expresión más perfecta que conozco para explicar
la brutalidad del azar en nuestras vidas es la de Joan Didion. Ella dijo, con
una simplicidad exacta: “La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la
vida que conocías acaba de repente”. Joan, periodista y escritora americana,
escribió esa frase en su libro El año del pensamiento mágico, en el que
narra la muerte repentina de su marido y su búsqueda por comprender lo
incomprensible. Durante los últimos días, Renata, la mujer de Eduardo Campos, repitió a
los amigos: “No estaba en el guion”.
No podría estar en el guion. Pocos hombres
planearon su carrera política de forma tan meticulosa como Eduardo Campos. Y
entonces, desayuna con la familia, embarca en un avión para continuar con su primera campaña presidencial,
aquella que podría llevarlo a la presidencia de ×Brasil
no ahora, pero sí en 2018, y muere. El gesto ancho de una vida interrumpida en
un instante. Antes del final de la mañana él ya no está. Y los brasileños de
cualquier ideología, o sin ella, son atravesados por la tragedia. La del hombre
perdido, en su momento de máxima potencia, pero también la de ser alcanzado por
la fuerza de lo incontrolable. Pienso que cada uno de nosotros, o por lo menos
la mayoría, sintió la corriente de viento entre las costillas, aquella que está
siempre allí, pero fingimos que no existe.
El drama de quien alcanzó la
promesa de una vida larga es la soledad de estar vivo en una vida que ya murió
De hecho, la muerte –repentina o penosa, como en
las enfermedades prolongadas, precoz o tardía– es, como sabemos, la única
certeza de nuestro guion. Un día, simplemente, ya no se está. Como en la escena
del documental de João Moreira Salles en que ×Santiago,
el mayordomo que da título a la película, cita al cineasta Ingmar Bergman:
“Somos muertos insepultos, pudriéndonos bajo un cielo cruento y vacío”.
Si hiciéramos un retrato ahora, de todos los vivos,
tendríamos también un obituario: de aquí a 100 años estaremos todos muertos.
Miramos por la ventana y todos los que vimos en su esfuerzo cotidiano,
arrastrándose hasta la parada de autobús, sintonizando su radio preferida al
sentarse en el coche, dando conversación en la panadería o expresando su odio y
su miedo en pequeñas brutalidades serán finados (palabra de cierto simbolismo),
a corto o largo plazo. Así como finado será aquel que espía el único paisaje
que no cambia en una vida humana, el de que, para el individuo, el futuro está
muerto.
La verdad, que tal vez no todos perciban, es que se
muere poco a poco. No solo por la frase clásica de que comenzamos a morir al
nacer. De que cada día siguiente arrastra el cadáver del día anterior. De que
cada mañana es un día más – pero porque es un día menos–. Al entrevistar a los
que envejecieron, los descubro sorprendidos por el drama menos nítido, aquel se
infiltra lentamente en los intersticios de los días: el de que nuestro mundo
muere antes que nosotros.
Ese es el susto de quien alcanzó
la promesa de nuestra época, la de una vida larga. La de morir solo, incluso
cuando se está rodeado por hijos y nietos. Solo, porque aquellos que sabían de
él, aquellos que compartieron el mismo tiempo, murieron antes. Aquellos que
conocieron el niño, se lo llevaron al partir. Los que lo vieron joven cargaron
su juventud en recuerdos que desaparecieron porque ya no hay quién pueda
acordarse de ellos. Solo, porque cierta forma de estar en el mundo acabó antes.
La soledad de estar vivo en una vida que ya murió.
Poco antes de lanzar El año del pensamiento
mágico, Joan Didion perdió su única hija. Después del marido, la hija. Era
el dolor no nominable de la inversión de la lógica, la de sepultar a quien
debería sepultarla. Pero era algo más allá, lo de convertirse en la mujer que
quedó. Su siguiente libro, Noches Azules, habla de esa condición, la de
haberse mantenido viva al envejecer. La de descubrirse sola y frágil, atenta a
los escalones para no caer. Para mí, es un libro mejor que el primero, pero
habla de algo aún más duro que la pérdida del compañero de una vida. Tal vez
haya tenido menos éxito por hablar de ese dolor insoportable, en el que vivir
más que su descendencia es tener que vivir la muerte que rebasa la muerte.
Pensaba que esa era una condición restringida a la
vejez. La sorpresa final de que el mejor escenario, el de vivir más, era
también el de perder más. Pero descubrí que ese morir comienza mucho antes. Y de
forma aún más insidiosa. Estos meses de 2014 nos han mostrado eso con una
fuerza tal vez mayor. Es una coincidencia, claro, no una confluencia escrita en
las estrellas o en cualquier profecía. Nuestro mundo, en especial el de la
gente con más de 40 años, porque es en esa altura que sentimos que ya tenemos
un pasado y el futuro es una segunda mitad incierta, ha muerto mucho. Y rápido,
a veces un sobresalto por día, a veces dos.
Cada uno tiene su susto. Creo que el mío fue con ×Nico
Nicolaiewsky, que se llevó junto a él momentos en los que fui
completamente feliz – y son tan raras la veces en que somos completamente
felices – viendo Tangos &Tragédias en el Theatro São Pedro, en Porto
Alegre. Murió cinco días después de Eduardo Coutinho y Philip Seymour Hoffman, dos
gigantes. Cada uno con su tragedia, abrieron un agujero en el paisaje del
mundo. Después, José Wilker un día no despertó. Y no habría Vadinho para
asombrarme.
Hay algo de desestabilizador en
el acto de ser testigo del momento exacto en el que un inmortal muere
No paró más. De repente el mundo ya no tenía más a
Gabriel García Márquez, Jair Rodrigues, Alan Resnais, Paco de Lucía, Shirley Temple, Luciano do Valle,
Nadine Gordimer, Paulo Goulart, Bellini, James Garner, Rose Marie Muraro, Max
Nunes, Plinio de Arruda Sampaio, Lauren Bacall. En el espacio de seis días de
julio, Rubem Alves, João Ubaldo Ribeiro y Ariano Suassuna desaparecieron. Rubem
Alves, que descumplía años en los aniversarios y decía que “la hora para comer
fresas es siempre ahora”. De repente el mundo ya no tenía Vange Leonel. ¿Cómo
es posible? Lo había leído en el Twitter un instante antes. Y Nicolau Sevcenko
se fue horas después de Eduardo Campos.
Ninguna de esas personas convivía conmigo, y yo no
frecuentaba la casa de ninguna de ellas. Ni siquiera vi nunca a la mayoría de
ellas. De hecho, lo que de ellas vive en mí es independiente de su existencia
física. Algunas son solo flashes de un cotidiano en el que aparecieron por
décadas, sea en novelas, en la narración de un partido de fútbol, en un debate político.
Otras, me constituyen. Sus libros y músicas no tienen edad, en las películas
aún son jóvenes y bellas. Concretamente, debería hacer tan poca diferencia que
estén o no aquí, en la insignificancia de los días, en una rutina que de
cualquier forma no sería parte de mí, como Sófocles, que murió más de 2.400
años atrás, o Shakespeare o Beethoven o Picasso. O Machado de Assis. O
Garrincha. Estos, que consiguieron trascender su vida al proporcionar
trascendencia por la grandeza de su obra, para las generaciones sucesivas, al
infinito, son inmortales. Es un hecho, todo el mundo lo sabe, pero descubro que
no es tan así.
¿Cuál es la diferencia de que Gabriel García Márquez esté
vivo o muerto, si la oportunidad que podía tener de tomar un café con él era
remota y siempre tendré mi El amor en los tiempos del cólera en el
estante, para que él pueda revivir en mí? Lo que percibo es que hay una
diferencia. Hay algo de melancólico, desestabilizador, en ser testigo del
momento exacto en el que un inmortal muere.
Sospecho que, en aquel momento-límite en el que la
vida se extingue, la permanencia de la obra hace poca diferencia. Tal vez el
inmortal que muere cambiaría toda su inmortalidad por compartir una última vez
una botella de vino con el mejor amigo o por otra noche de amor tórrido con la
mujer que ama o solo por leer el periódico en la mesa de la cocina durante el
desayuno. Tal vez el inmortal sea demasiado mortal en ese momento, sea
demasiado parecido con todos los otros. Como dijo Woody Allen: “No quiero alcanzar la inmortalidad
a través de mi obra. Quiero alcanzarla no muriendo”. Y desde entonces temo
enfrentarme a su obituario en un titular de internet.
De cierto modo, es así que nuestro mundo comienza a
morir antes que nosotros. No solo por la pérdida de nuestros seres queridos,
sino también por la película que ×Philip
Seymour Hoffman no hará o por el libro que ×Ariano
Suassuna no escribirá mientras compartimos con él el mismo tiempo
histórico. O simplemente porque ninguno de ellos pueda decir nada simple o
incluso hacer alguna tontería, cualquier cosa de humano. De ellos nos
quedaremos solo con lo que fue grande, incluso la estupidez tendrá que ser
relevante para merecer permanecer en la biografía. Al tiempo que la muerte los
devuelve de inmediato a la condición humana, los aparta para siempre de ella. E
inmediatamente el bar de João Ubaldo ya no tendrá olor.
La primera vez que sentí la infiltración de algo
irreversible en mi mundo fue con la muerte de Marlon Brando, hace diez años. La muerte aún no
me afectaba como hoy, pero pasé algunos días prostrada por alguien que para mí
ya había nacido inmortal. Me di cuenta entonces que era diferente recordarle
gritando “Steeeeeeeela” en Un tranvía llamado deseo y, a la vez, poder
mencionar cualquier cosa boba cómo: “Vaya, como está gordo ahora”. De repente,
él no podía engordar ni asustarnos con su existencia descuidada. Solo quedaría
lo grandioso. Y, por lo tanto, fuera de la vida. (De nuestra vida.)
Al tiempo que la muerte devuelve
aquellos que admiramos a la condición humana, los aparta de ella para siempre
Marlon Brando, como García Márquez, como ×Ariano
Suassuna, como tantos ahora, no se sabían míos, pero lo eran. Al
dejarme, muero un poco. Una versión de nosotros muere siempre que muere alguien
que amamos y que nos ama, porque esa persona se lleva su mirada sobre nosotros,
que es única. Una parte de nosotros también muere cuando no podemos compartir
más la misma época con quien hizo de nuestro mundo lo que es. Y ahora, me quedo
esperando en cualquier momento una nueva noticia, porque sé que no dejarán de
llegar.
Tuve una reacción extraña al saber de la muerte de Robin Williams. ¿Cuántos años tenía?, pregunté
primero. Sesenta y tres. Y me sentí apuñalada con la respuesta. Muy pronto, muy
pronto. ¿De qué murió? Parece que fue suicidio. Y me sentí de inmediato
aliviada. Puede parecer sorprendente, pero mi alivio se dio porque de alguna
manera era una elección. No era corazón, no era cáncer, no era AVC, no era
avión. Por más terrible que sea el acto de interrumpir la vida, presupone, en
cierta medida, una potencia y un control.
Se puede argumentar que una depresión o una
desesperación impide la elección, pero creo que esa no es toda la verdad.
Nuestras elecciones nunca son consumadas en condiciones ideales ni nuestro
arbitrio es totalmente libre. Solo conseguimos hacer elecciones determinadas
por las circunstancias de lo que vivimos y de lo que somos en aquel momento.
Por más que nos sorprenda la oscuridad del hombre que nos dio tanta alegría, de
alguna forma él eligió la hora de morir. Lo que para muchos fue razón para
aumentar el dolor por su muerte, porque podría haber sido evitada, para mí fue
alivio por no tener su vida interrumpida sin su conocimiento. De algún modo, me
sonaría más insoportable si ×Robin
Williams hubiera muerto tan pronto por un infarto o un accidente.
Creo más en la interpretación del periodista
americano ×Lee Siegel,
cuando dice que “tal vez haya sido la empatía que lo mató – y no su
desesperación con el diagnóstico reciente de Parkinson-”. La capacidad de ×Robin
Williams para vestir la piel del otro, de todos los otros, llevada a
niveles casi insuperables. “Su necesidad pasional de transformarse en todos los
que encontraba, cualquiera que fuera su origen étnico o social – como si con
eso pudiera vencer su solitaria e irreversible finitud humana–". Hace
algún tiempo el lento morir de su mundo lo asombraba, según los más próximos
Robin parecía incapaz de superar la desaparición del amigo y del hombre que lo
inspiró, el comediante ×Jonathan
Winters, que se fue en abril.
Sus fans, las personas cuya vida su vida la hizo
mejor, dejaron flores en los lugares en que vivieron sus personajes. Un banco
de la plaza en la que grabó escenas de El indomable Will Hunting, con Matt Damon. La casa en la que fue La señora
Doubtfire, la niñera. Era allí que moría para no morir nunca. Era allí que
él jamás dejaría de estar. No hay lugar para la muerte. ¿Cómo habría lugar para
la muerte? Pero es preciso dar un lugar a la muerte para que la vida pueda
continuar. Es para eso que creamos nuestros cementerios dentro o fuera de
nosotros. En general, más dentro que fuera. La vida es también cargar los
muertos en el último lugar en que pueden vivir, en nuestras memorias. Y poco a
poco nos hacemos un cementerio cada vez más habitado por aquellos que solo
viven en nosotros.
La muerte de Robin Williams, Gabriel García
Márquez, Ariano Suassuna y de tantos otros se llevó un poco de mí. Mi muerte se
llevará un poco de ellos y de tantos, como el recuerdo de mis lágrimas al ver Sociedad
de los poetas muertos o la imagen de Aureliano Buendía que solo yo tenía o
mi piedra del reino [en referencia a la novela Romance de la piedra del
reino]. Muero un poco con cada uno de ellos porque viví un poco con cada
uno de ellos.
Esa es la muerte silenciosa que se despliega cada
día. Cuento mis inmortales aún vivos, los de lejos y los de cerca. Digo sus
nombres, como invocándolos. Pido que no se apresuren, que no me dejen sola, que
no me dejen sin saber de mí. El azar, la vida que cambia en un instante, me
asusta tanto como ese mundo mío que muere despacio. Esa es la brisa casi
imperceptible que adivino soplando en mis huesos. Muchas veces finjo que no la
escucho. Pero ella continúa allí, intermitente, susurrando para que no me olvide
de vivir.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentarista. Autora
de los libros de no ficción Coluna Prestes - o Avesso da Lenda, A
Vida Que Ninguém ve, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus
Desacontecimentos y de la novela Uma Dos. Web: elianebrum.com
Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum
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