Seattle (¿1786? - 1866) es el nombre de un
gran jefe indio de las tribus Dumawish y Suquamish. Es conocido especialmente
por su discurso de 1854, en el que expresaba su rechazo a la venta de los
territorios indígenas al gobierno de los Estados Unidos.
Nos
parece una idea extraña. Si nosotros no somos los dueños de la frescura del
aire, ni de los reflejos del agua. ¿Cómo podrían comprárnosla?
Cada
parte de esta tierra es sagrada para mi pueblo.
Cada
brillante aguja de un abeto, cada playa de arena, cada retazo de neblina en el
oscuro bosque, cada claro de él, y cada zumbido de insecto es sagrado en la
memoria y la experiencia de mi pueblo.
La savia
que circula en los árboles lleva los recuerdos del Piel roja.
Los
muertos de los hombres blancos olvidan la tierra en que nacieron cuando parten
a vagar entre las estrellas. Nuestros muertos nunca olvidan esta tierra
maravillosa, pues es la madre del Piel roja. Somos una parte de la tierra, y
ella es una parte de nosotros. Las flores fragantes son nuestras hermanas, el
ciervo, el caballo, el gran águila, son nuestros hermanos. Las cimas rocosas,
las suaves praderas, el calor del mustang, y el hombre, todos pertenecen a la
misma familia.
Por eso
cuando el gran Jefe de Washington, manda decir que quiere comprar nuestra
tierra está pidiendo demasiado. El gran Jefe manda decir que reservará un lugar
donde podríamos vivir cómodamente. El será nuestro padre, y nosotros seríamos
sus hijos. Consideraremos su oferta de comprar nuestra tierra. Pero no será
fácil. Esta tierra es sagrada para nosotros.
El agua
cristalina que brilla en arroyos y ríos, no es sólo agua sino sangre de
nuestros antepasados. Si vendemos nuestra tierra, deben saber que es sagrada, y
que cada pasajero reflejo en la claras aguas habla de los hechos y los
recuerdos de la vida de mi pueblo. Los ríos son nuestros hermanos, ellos calman
nuestra sed. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Los ríos
llevan las canoas y alimentan nuestros hijos. Si vendemos nuestra tierra tienen
que recordar, y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y los
vuestros, y tendrán desde ahora que mostrar por ellos el cariño que mostrarían
por un hermano. Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de
pensar. Para él una parcela de tierra es igual a otra, pues es un extranjero
que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su
hermana, sino su enemigo, y cuando la ha conquistado, continúa aún más lejos.
Abandona la tumba de sus antepasados y no le preocupa. Roba la tierra a sus
hijos, y no le importa. La tumba de sus ancestros y el patrimonio de sus hijos
caen en el olvido. Trata a su madre, la tierra, a su hermano, y al cielo, como
cosas que se compran, roban, venden, como ovejas o perlas brillantes.
Hambriento, se tragará la tierra, y no dejará sino un desierto.
No hay lugar tranquilo en las ciudades de los hombres blancos, no hay donde
poder escuchar las hojas crecer en primavera o el ruido de las alas de un
insecto. Pero quizás es porque yo sólo soy un salvaje, y no lo puedo entender.
¿Qué interés tiene la vida si el hombre no puede escuchar el grito solitario
del chotacabras, o las conversaciones de las ranas al borde de un lago al
anochecer? Yo soy un Piel roja y no lo entiendo. El indio prefiere el suave
susurro de la brisa sobre la superficie del lago, el olor del viento lavado por
la lluvia matinal, o perfumado por los pinos.
El aire es imprescindible para el Piel roja, pues todas las cosas participan
del mismo soplo.
El hombre blanco parece no darse cuenta del aire que respira como un hombre
que agoniza varios días, insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestra
tierra no olviden que el aire es precioso; que comparte su espíritu con todo lo
que hace vivir. El viento que dio a nuestros padres el primer aliento, también
recibió su último suspiro. Y si les vendiéramos nuestra tierra, tendrían que
conservarla aparte y considerarla sagrada, como un lugar donde incluso el
hombre blanco puede disfrutar del viento endulzado por las flores de la
pradera. Consideraremos vuestra oferta de comprar nuestra tierra. Pero si
decidimos aceptarla pondremos una condición: el hombre blanco deberá tratar los
animales de la tierra como a sus hermanos.
Yo soy un salvaje, y no conozco otra manera de vivir.
He visto mil bisontes pudriéndose en la pradera, abandonados por el hombre
blanco que los había abatido desde un tren que pasaba. Yo soy un salvaje y no
puedo comprender cómo el caballo de hierro humeante, puede ser más importante
que el bisonte, al que nosotros matamos sólo para subsistir.
¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales desapareciesen el
hombre también moriría en una gran soledad de espíritu. Lo que les sucede a los
animales, le sucederá luego a los hombres. Todo está estrechamente unido.
Deben enseñar a vuestros hijos que el suelo en que caminan está hecho con
las cenizas de nuestros antepasados. Para que respeten la tierra, cuéntenles
que ella se ha enriquecido con las almas de nuestros antepasados. Enséñenles a
sus hijos lo que hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre,
todo lo que le pase a la tierra, les sucede a los hijos de la tierra. Si los
hombres escupen sobre la tierra, se escupen a sí mismos.
Nosotros sabemos al menos esto: la tierra no pertenece a los hombres, es el
hombre quien pertenece a la tierra. Todo está unido como la sangre que une una
misma familia. Todo está unido.
No es el hombre el que tejió la trama de la vida: él es solamente un hilo.
Todo lo que haga al tejido, se lo hace a sí mismo.
Incluso el hombre blanco, cuyo dios camina y habla con él, como dos amigos,
no escapa al destino común.
Después de todo quizás seamos hermanos. Veremos. Hay algo que sabemos que
quizás el hombre blanco descubrirá un día: nuestro dios es el mismo. Es posible
que ustedes piensen poseerlo como quieren poseer nuestra tierra, pero no
pueden. El es el dios de todos los hombres y su piedad es la misma para el
hombre rojo y para el hombre blanco. Esta tierra le es entrañable y atentar
contra ella es despreciar su creador. Los hombres blancos también
desaparecerán, quizás antes que todas las otras tribus. Contaminen su cama y
una noche se ahogarán en sus propios deshechos.
Pero, muriendo, brillarán con la fuerza del dios que les ha traído a esta
tierra, y que por algún designio particular les ha hecho dominar esta tierra y
al Piel roja. Este destino es para nosotros un misterio, porque no entendemos
cuando los bisontes son masacrados, los caballos salvajes domados, los rincones
secretos del bosque invadidos por el olor de muchos hombres, y la vista desde
las colinas en flor contaminada por los alambres que hablan.
¿Dónde están los matorrales? Desaparecidos. ¿Dónde está el águila?
Desaparecida.
Chef Seattle, 1854
Finalmente,
en 1855, junto con otros jefes indios, Seattle firmo el tratado de paz de Point
Elliot - Mulkilteo mediante el cual se cedían 2.5 millones de acres de tierra
al gobierno de los Estados Unidos y delimitaba el territorio de una reserva
para los Suquamish.
Era el fin
de la vida, el inicio de la sobrevivencia.