Excelente texto (publicado en el diario español ELPAIS el 17 de febrero)...
ya sé que es un poco largo (además tendrían que leer primero el texto que
relata el suceso,... el primer enlace en azul)... pero, cuando se puede, es
importante (imprescindible) saber, tomar consciencia, de todo lo que puede
separar al ser humano de su humanidad.
Nosotros, los humanos verdaderos
¿Quién
estaba desnudo además del chico negro encadenado a un poste por unos
justiceiros?
Tuve que escuchar el
discurso del bien. El que relatan aquellos que encadenaron a un niño negro a un poste con un
candado de bicicleta en el barrio de Flamengo, en Río,
el 31 de enero. Aquellos que cortaron su oreja, que arrancaron sus ropas. El
que cuentan aquellos que defienden a los jóvenes blancos que torturaron el
joven negro. Yo sé que los hombres y las mujeres que evocan el derecho de
encadenar adolescentes negros en postes, cortarles la oreja y arrancarles la
ropa porque se proclaman hombres y mujeres de bien – y hombres y mujeres de
bien pueden hacer todo eso – están a mi alrededor. Me los encuentro en la
panadería, los saludo en el ascensor, les agradezco cuando me permiten
atravesar el paso de peatones. Ellos están ahí cuando conecto la televisión.
¿Pero qué es lo que dicen que es necesario escuchar?
El discurso del bien cabe
en pocas frases. El Estado es omiso. La policía está desmoralizada. La Justicia
falla. Ante esos hechos, y todos los hechos son siempre inquestionables en el
discurso del bien, atar a jóvenes negros en postes con candados de bicicleta,
cortarles la oreja y arrancarles la ropa es un derecho de legítima defensa de
los ciudadanos de bien. Si quisieran torturar un niño negro, como hicieron,
ellos pueden, asegura el bien. Si quisieran matarlo, ellos pueden, también. Y
algunos lo hacen. Los niños negros no son niños. No se necesita investigación,
no se necesita un juicio, no es precisa la ley. Los ciudadanos de bien lo
saben, porque son la ley. También son la justicia. El niño es un marginal, es
también un vagabundo, dice el bien. Y bandido bueno es bandido muerto,
garantiza el bien. Si tú no piensas así, el bien tiene algo que decirte: haga
un favor a Brasil, adopte un bandido. Simple, directo, objetivo. El discurso
del bien se enorgullece de ser simple, se enorgullece de tener solo certezas.
La duda entorpece el bien. Y el bien no debe ser perturbado. ¿Y cómo dudar de
que encadenar a un niño negro a un poste por el cuello, cortarle la oreja y
arrancarle la ropa es el bien?
Encuentro una explicación
definitiva en el discurso de los justiceiros amplificado en las redes sociales.
Quien encadena a un joven negro a un poste, le corta un pedazo de oreja y le
arranca la ropa – y quienes defiende el derecho a hacer todo eso – son los
“verdaderos humanos”. Y también los “humanos verdaderos”.
Es una guerra, descubro,
entre humanos verdaderos y humanos falsos.
En este punto, tengo una
duda. Tal vez yo no sea una humana verdadera – o una verdadera humana –, porque
además de esa duda sobre la veracidad de mi humanidad, aún tengo otra. ¿Qué
vieron los humanos verdaderos – o verdaderos humanos – al arrancar la ropa del
niño negro? ¿Qué observaron al depararse con su desnudez? ¿Es posible que por
eso que arrancaron sus ropas, para probar que él no era humano? ¿Qué sucedió
cuando descubrieron que su cuerpo era igual al de ellos? ¿O no era? ¿Tal vez
fue en ese momento que le cortaron la oreja, para marcarlo como a un humano
falso, ya que Dios o la evolución no le habían providenciado esa diferencia en
el cuerpo? ¿O basta el color, como ya dijo un pastor evangélico dedicado a los
derechos humanos? Que perturbadora puede haber sido la desnudez del niño, al
convertirse en espejo de los justiceiros y dejarlos desnudos, mientras le
golpeaban con sus cascos.
¿Quién estaba desnudo en
esa escena?
Las dudas no hacen bien al
bien. Por asociación concluyo que también hay periodistas falsos y verdaderos.
Los falsos tenderían a creer que, en el periodismo, una opinión solo puede
darse con información, pesquisa e investigación de la realidad – o no es una
opinión para el periodismo, solo un vómito de palabras. Los falsos pensarían
que, para hablar de las calles, sería preciso ir a las calles. Los falsos
mostrarían que, quienes más mueren por violencia, en Brasil, son los jóvenes
negros y pobres como aquel que fue atado a un poste por el cuello. Mostrarían
también que las principales víctimas de violencia de todos los tipos están en
las periferias y en las favelas – y no en el centro, mucho menos en las
urbanizaciones cerradas. Los falsos se preocuparían por desmenuzar el contexto
en que se produjo el hecho, explicar las raíces históricas que hacen que las
mayores víctimas de violencia sean los negros y los pobres, comenzando por la
abolición de la esclavitud que no se completó. Los falsos se esforzarían para
revelar la complejidad de que una escena que remite a la esclavitud se repita
más de 125 años después de la Ley Áurea. Los falsos buscarían analizar como la
violencia es una marca de identidad nacional, presente a lo largo de la
constitución de la sociedad brasileña – y que aquel que dice punir, en realidad
se venga –. Los falsos sabrían que una imagen no desvela todo ni es toda la
verdad. Los falsos sospecharían que defender el linchamento, incluso el de
humanos falsos, y abrir espacio para incitar al linchamento en los grandes
medios de comunicación podría considerarse una irresponsabilidade que
descalifica el periodismo y reduce la prensa.
Pero ese es el problema de
los falsos. Ellos creen que la realidad no cabe en media docena de frases
repetidas de forma diferente. Son falsos y son débiles porque dudan de las
verdades absolutas. Los periodistas verdaderos no tienen ninguna duda, ni
siquiera una pequeña. El mundo acaba en los límites de su propio mundo, aunque
este sea una urbanización cerrada y aunque las pocas veces que salgan de casa
sea en coche blindado, de un lugar protegido por guardias de seguridad a otro
lugar protegido por guardias de seguridad. Los periodistas verdaderos
conquistaron, porque son verdaderos, el derecho de establecer los límites del
mundo y de hablar solo a partir de él. La alteridad, así como escuchar al otro
y probar su argumento, hace mal al bien y también al periodismo verdadero.
Divague. Y las divagaciones
no hacen bien al bien. La cuestión prinicipal, la que abarca al resto, incluso
la de los periodistas, es la de los verdaderos humanos – o de los humanos
verdaderos –. También conocidos como ciudadanos de bien.
Aquí, exactamente aquí, yo
tengo otra duda. Esa me perturba más. Percibo que, si estos son los humanos
verdaderos, los que encadenan jóvenes negros a postes con candados de
bicicleta, les cortan la oreja y les dejan sin ropa – así como los que
defienden a los ciudadanos de bien que hacen todo eso –, mi tendencia es
alinearme a los humanos falsos.
principalmente de nuestra
inocencia
La distinción, sin embargo,
permanecería. Con el tiempo, yo podría sucumbir a la tentación de considerar
que los falsos son los mejores. Y, en seguida, tal vez osara decir que los
falsos, en realidad, son más humanos que los otros. Y, luego, aquellos que no
atan jóvenes negros a postes, no les cortan la oreja, no les arrancan la ropa –
y aquellos que no defienden a los ciudadanos de bien que hacen todo eso –
serían los verdaderos humanos – o los humanos verdaderos. Y yo me colocaría de
su lado, como una apaciguada compañera de manada.
Pero sería demasiado fácil.
Difícil sería comprender no
la diferencia, sino la igualdad. Difícil no es diferenciarme, sino igualarme,
percibir en qué esquinas mi humanidad se encuentra con la del niño negro
amarrado al poste y también con la humanidad de los jóvenes blancos que
encadenaran al joven negro al poste. Para eso, necesito darme cuenta de que
aquellos que arrancaron las ropas del niño se quedaron desnudos, sí, pero
también me dejaron desnuda. Nos dejaron desnudos. Nosotros, que no simpatizamos
con quién encadena jóvenes negros en postes, somos los que estaban en la
escena, pero no aparecen en la imagen. Y por eso pueden esconderse mejor.
Es para eso que también
sirve el discurso del bien. O el discurso del odio, si lo prefieren. Para que
podamos contraponernos a él y nos aseguremos no solo nuestra diferencia, sino
principalmente nuestra inocencia. Para que podamos continuar viviendo en la
ilusión de que hacemos algo para que niños negros no sean encadenados por el
cuello a postes. En la ilusión de que hacemos algo para que niños negros no
vuelvan, si alcanzan la vida adulta, hombres y mujeres que ganan menos que los
blancos, que tienen menos educación que los blancos, que tienen menos salud que
los blancos, que sean la mayoría que vive en casas sin saneamiento. En la
ilusión de que hacemos algo para que las mujeres negras no sean las que más
mueren durante el parto, ni sus hijos los que llenen las estadísticas de
mortalidad infantil. En la ilusión de que hacemos algo para que jóvenes negros
no tengan la entrada proscrita en centros comerciales, excepto para trabajar.
El discurso del odio también sirve para que podamos contraponernos a él y
mantener intacta la ilusión de que hacemos algo para que jóvenes negros no sean
los que mueren más y antes.
Los
justiceiros nos dan la oportunidad de exaurirmos nuestra omisión en ruidosa
revuelta y volver agotados de imagen para el sueño de los justos
Es necesario encarar
nuestra desnudez ante ese espejo en el que la imagen, siempre incompleta, muestra
solo al niño negro desnudo. Y renunciar a una cierta soberbia que hace que, en
el fondo, creamos que somos nosotros los ciudadanos de bien – los civilizados
contra los bárbaros –. Y que decir eso basta para un sueño sin sobresaltos.
La mayoría (79%), por lo
menos en Río de Janeiro, según una encuesta del Instituto Datafolha, está
contra encadenar jóvenes negros a postes. (El mayor índice de aprobación a los
justiceiros se encuentra entre los blancos, los más ricos y los más
escolarizados, y este es un dato importante.) Pero el poste es solo la imagen
extrema, hiper real, con el que la mayoría convive, día tras día, sin darse
cuenta de que debería ser imposible convivir con el hecho de que una parte de
la población brasileña tiene menos todo, incluso vida. La abolición incompleta
de la esclavitud está en todas las horas de Brasil. Si no fuera más conveniente
ser ciego, observaríamos jóvenes negros atados a postes por el cuello todo el
tiempo. Lo que la pandilla de jóvenes blancos, de clase media, hizo al
encadenar al joven negro a un poste fue una interpretación literal de la
realidad cotidiana. Porque su pensamiento es simplista, directo, objetivo,
encarnaron lo que se expresa día a día de formas menos explícitas. Lo que los
brutos realizaron, porque ese también es el papel de los brutos, es la
materialización de una realidad simbólica con la cual convivimos sin
inmutarnos. Al hacerlo, los justiceiros nos dan, de nuevo, la oportunidad de
agotar nuestra omisión en una ruidosa revuelta, y volver cansados de la imagen
para el sueño de los justos.
Los brutos no son la
mayoría, por lo menos en ese caso, por lo menos en Río. La mayoría está contra
encadenar jóvenes negros a postes, cortarles la oreja y arrancarles la ropa.
Entonces, ¿por qué la abolición de la esclavitud aún no se completó en Brasil?
Porque nuestra complicidad encuentra caminos para creerse inocente.
Somos los “no enterados
esenciales”. El término es de Clarice Lispector, en el mejor texto que leí sobre la
escena del niño negro atado por el cuello a un poste. Con el detalle de que fue
escrito en la década de los 60 del siglo pasado. “Esa justicia que vela mi
sueño, yo la repudio, humillada por necesitar de ella. Mientras tanto duermo y
falsamente me salvo. Nosotros, los no enterados esenciales. Para que mi casa
funcione, exijo de mí como primer deber que yo sea una no enterada, que no
ejerza mi revolución y mi amor, guardados. Si yo no soy esa que se hace la
tonta, mi casa se estremece. Debo haber olvidado que debajo de la casa está el
terreno, el suelo donde una nueva casa podría levantarse. Mientras tanto,
dormimos y falsamente nos salvamos. (...) Y yo sé que no nos salvaremos
mientras nuestro error no nos sea precioso. Mi error es mi espejo, donde veo lo
que en silencio yo hice de un hombre”.
Para hacer la diferencia es
necesario diferenciarse. Pero solo se diferencia aquel que antes se iguala.
Levanta los ojos y encara, en el espejo que es el otro, la enormidad de su
desnudez.
Eliane Brum es escritora,
reportera y documentarista. Autora de los libros de no ficción La Vida Que
Nadie ve, El Ojo de la Calle y La Niña Quebrada y del romance
Una Dos. Correo electrónico: elianebrum@uol.com.br. Twitter:
@brumelianebrum
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