Hace unos cuantos días fui a Pont en Royans (pequeño pueblo francés conocido como “la puerta del Vercors”) donde después de la guerra civil española mis padres vivieron su exilio y yo mismo mi infancia. Como en cada ocasión, mi primera alta fue para la tumba donde yacen. Al igual que las anteriores veces, este carácter de “primicia” (en el sentido de “en primer lugar”) se debió fundamentalmente a que el cementerio se encuentra a la entrada del pueblo (entrando por el oeste)… sin embargo en esta ocasión se trataba de algo mas que la acostumbrada “visita de cortesía o remembranza”.
A los sesenta y tres años de edad y con mi historial cerebro vascular, mi próxima (digamos mejor, futura) muerte ronda inevitablemente mis pensamientos.
Viviendo en México, de momento dudo mucho que mis restos mortales (todavía dudo entre el entierro y la cremación) ¿descansen? al lado de los de mis padres… además de que quisiera que estos despojos sirvieran de “complemento alimenticio” para algún árbol cuyos frutos fuesen ávidamente mordidos por alguna joven y bella damisela (en cierta medida seguir perteneciendo a este mundo por un buen tiempo al integrarme a la cadena alimenticia.)
La relación entre la tumba donde yacen mis padres y mi futura muerte, tiene mas bien que ver con la pregunta ¿Qué pasara con dicha tumba a mi muerte, y a la del anterior o posterior fallecimiento de mi hermana, quien si vive en Francia a unos cuantos kilómetros?
Por circunstancias fortuitas, se que en el pueblo todavía hay personas que se acuerdan de mis padres… y saben que eran unos exiliados españoles… “bien vistos” por algunos que alababan su dedicación al trabajo y (mas que nada) destacaban su discreción… no tan bien por otros que, desde la infancia, me hicieron saber que no éramos bienvenidos por haber llegado “a comer el pan de los franceses.” Estábamos a medianos de los años cincuenta, al principio del periodo de “las treinta gloriosas”… lejos de la actual situación de precariedad… y sin embargo la xenofobia acampaba en el pequeño pueblo. Me acuerdo que los integrantes de las numerosas familias de origen italiano eran despectivamente tildados de “macaroni”… ignoro cuál era el calificativo que les merecíamos las tres familias de exiliados españoles que vivíamos en el pueblo… que sin embargo llegue a querer y sentir (como dicen en México) como mi tierra.
¿Qué pasara con la tumba de mis padres cuando no quede nadie para cuidarla?... decía.
Nadie la visitara… aunque puede ser que algún despistado (mas curioso que el promedio de la gente considerada como parte del promedio) la vea de una mirada distraída y se acerque para detenerse un instante, el tiempo de leer, intrigado, los nombres de quienes la siguen habitando.
A este curioso e intrigado eventual visitante, es a quien me gustaría que la lapida (respetando el silencio de rigor en este cementerio como en cualquier otro) le dijera en voz baja quienes habían sido en vida (antes de que el tiempo se llevara a la tumba… la misma tumba.)
Lo que me daría gusto, no es que este despistado supiera quienes habían sido en esta tierra francesa (mas o menos lo mismo que todos los demás muertos de las demás tumbas), sino porque habían llegado a este rincón del mundo (cuando la palabra mundo todavía significaba mundo)… lo cual, si, les hacia diferentes a los demás… les confería su singularidad… les definía por lo que habían sido sus vidas antes de llegar a partirse el cuerpo trabajando, y el alma recordando… me llenaba de un cierto orgullo cuando ciertas miradas me decían “extranjero” y me entristecía al ver la pequeñez de estas vidas que me habían dado la mía… prometiéndome a mí mismo (promesa, al día de hoy, incumplida) vengar su derrota y su honda tristeza.
Temiendo la posible violenta reacción de algún trasnochado xenófobo de derecha (que en estos tiempos pululan y les encanta profanar tumbas) mi hermana, duda de la pertinencia de este epitafio… al igual que yo… aunque por otras razones, que por mi trasfondo racionalista y utilitarista de homo económicus (que me esfuerzo en negar mientras este se empeña en resurgir) tienen mas que ver con la inutilidad de lo simbólico y gratuito.
Así que mientras me lo pienso, aquí lo exhibo… no vaya a ser que la huesuda me lleve a su cama antes de tiempo…para, como diría Brassens, darme generosamente (amorosamente, sería demasiado) a disfrutar de un pequeño instante de póstuma felicidad.
PD: Además de que este epitafio grabado en un pequeño trozo de mármol… en alguna medida vendría a “equilibrar” los crucifijos (y demás representaciones cristianas) que mi hermana tuvo a bien colocar en la tumba… aun a sabiendas de que nuestro padre (como buen anarquista que era, o había sido) era un empedernido ateo… aunque también es cierto que nuestra madre, si bien odiaba a los curas (y quizás a la Iglesia como institución) si creía en un Dios (ignoro cuál) con quien decía comunicarse directamente sin necesidad de intermediario alguno.
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